Berlanga , se publica en diferentes versiones, por motivos de espacio y filosofía, en La Opinión de Murcia y Cambio16; mes de junio.


Berlanga

Le veo sentado entre putas de medio pelo, periodistas chillones y supuestos directores de cine: cultivadores de pornografía de calidad ínfima, en la planta superior del sex-shop Mundo Fantástico de Atocha. ¿Qué hace allí Berlanga, el gran Berlanga, el mítico Berlanga? ¿Por qué aguanta ese show barato en el que ni siquiera tiene un par de tetas decentes la bailarina de strep-tease que cierra el acto? Me duele verle. Sale de la sala antes de que termine el acto, la presentación de un libro de Jordi Acosta sobre el “fascinante” tema del cine porno patrio, cine porno español, ¡ole, toro, viva España! Salgo a su paso y me da la mano como si me reconociese, pero es imposible que me reconozca, no sólo porque apenas me ha visto una vez en compañía de su ya desaparecido hijo Carlos, sino porque -al parecer- sus recuerdos han comenzado a licuarse, a perder el orden temporal y las conexiones que les sustentaban. Pero aún así es el caballero impecable de siempre, el mismo, algo doblado hacia delante, a quien recordaba de veinticinco años atrás. Una presentadora de televisión rubia y más despierta que atractiva le ha pedido que haga un papelito, que se deje ser utilizado como cameo para el programa que hace en La2. Y Berlanga, el caballero, accede. Pero enseguida se cansa de la torpeza del realizador, y es él quien al final dirige la escena, y de repente resurge de sus cenizas, vuelve a salir el oso invencible, el hombre que todo lo sabe y controla, es él quien marca sus propios pasos, decide el momento de su salida, controla la distancia de la cámara y deja mudos, obedientes, al realizador y al cameraman.
Le acompaña una chica joven, que parece ser su secretaria o ayudante, alguien que lleva un libro que le han regalado, probablemente el que se presentaba (Berlanga le recuerda que el propietario del libro es él y no ella); una chica joven que consulta una agenda, lleva gafas y habla varias veces a través de su móvil. Me falta desvergüenza para molestarle con preguntas personales; y tampoco poseo la confianza suficiente para acompañarle hasta el taxi o coche particular que deba devolverle a la tranquilidad de su casa (aunque ambas cosas me habrían gustado; no siempre se puede hablar con alguien como Berlanga). Me limito a volver a saludarle cuando se va, a esforzarme en dibujar mi mejor sonrisa para que no dude de mi admiración y afecto; y a tomar algunas fotografías con una cámara que me ha prestado mi amigo el escritor Antonio Pacios, que trabaja en la sex-shop recopilando material para una novela que algún día, quizá, escribirá. Le veo bajar por las escaleras, la espalda algo doblada por el peso de la edad, los pies tanteando los escalones con prudencia. Sigo mirando hasta que desaparece de mi vista, entonces devuelvo la cámara a mi amigo a quien había acudido a ver por pura casualidad, por el pequeño placer de una charla accidental, y le confieso que he perdido el ánimo, que yo también me voy a casa, que ver al gigante menguado por el implacable paso de la vida me ha puesto triste, “berlanguianamente” (y por eso aún soy capaz de sonreír) triste.



 

 

 

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