Meando , se publica en diferentes versiones, por motivos de espacio y filosofía, en La Opinión de Murcia y Cambio16, y en esta web; abril/mayo 007.


Meando

Estoy viendo la formula uno en la tele un domingo mientras almuerzo con mi esposa (así es como más le gusta que le llame, como son las ladies, ¿verdad?) y se me ocurre filosofar que el triunfo permanente de Alonso en la categoría reina del automovilismo dependerá de que no aparezca ningún supermán. Y a continuación, la audacia de la ignorancia, hablo con tanto desparpajo como si supiera, de boxeo, ciclismo: Indurain, Amstrong..., al lado de tales superhombres no hay quien destaque. Aunque claro, Amstrong, con lo del cáncer, se debía meter lo que le diese la gana. Y entonces mi chica (espero que me permita llamarla así en esta segunda cita) me cuenta las barbaridades que hacen los ciclistas: se sacan sangre, la congelan, vuelven a metérsela cuando van a hacerles un control..., y a mí se me ocurre preguntar si en otros deportes también hacen controles y me responde que sí. ¿Entonces también a Alonso se le agacha un señor para ver si el pis que le da para examinar le sale del pito o de una botellita del bolsillo? ¿Y también a los del fútbol? Sí, a todos ellos, es la respuesta terrible, indigna. Indigna porque a mí me indigna, porque si a mí se me agacha un señor para ver si el agüita amarilla es de reciente fabricación o ha salido de la nevera en verdad en verdad les digo que le meo en la cara y me quedo tan fresco y a paseo con mi carrera deportiva, que por mucha pasta que me den y mucha gloria y demás puñetas a mí no me compensaría tanta humillación, tal falta de confianza, ese tener que someterse a gusanos intermediarios que dictan normas -literalmente, según parece- hasta acerca del modo en que se debe mear.
Ya estoy arrebolado, desarbolado y enajenado, me ha subido el filete (proteínas, droga, subidón) y tras a mandar a paseo mi imposible carrera deportiva comienzo a pontificar sobre la libertad del individuo para tomar lo que le dé la gana y allá él si se muere o si no se muere, si sus rivales se inyectan aceite de ricino o ácido ribonucleico. La libertad, la sagrada libertad... Mi chica me mira con paciencia, intentando escuchar que pasa en la carrera, el amigo Alonso lo tiene crudo, pero -sin duda por culpa del dopaje llamado filete con patatas- yo ya estoy como una moto y a continuación paso a imaginarme y a relatar en voz alta que sucedería si a los escritores también nos sometiesen a ese tipo de controles, si Baudelaire no hubiese podido emborracharse, atiborrarse de opio, o si al autor de Alguien voló sobre el nido del cuco le hubiesen negado la publicación de la novela porque la escribió bajo los efectos del LSD. En mi profesión, en el mundo del cine, la escritura, el arte en general, drogarse, doparse, siempre había estado bien visto. En tiempos un escritor o bebía o era un pringado. Ahora no, ya sé; ahora trabajamos como hormiguitas norteamericanas fabricantes de best-seller y llevamos los vicios más o menos en secreto. Pero la imagen tendría su gracia. Dibujenlos en su cabeza, por favor: los, y las, grandes de nuestras letras teniendo que mear en un botecito delante de un señor o una señora antes de acudir a cobrar el importe de la liquidación anual o un premio. Claro que, en nuestro caso, quizá los controladores a quien tendrían que mirar los meados no sería a los autores. Yo dopado, ¿y qué? Si quiere controlar de verdad, gusano, a mí dejeme en paz y mírele al pipí a mi “negro”.


 

 

 

 

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