La Relatividad, julio 2005

Que me muerdan los perros

Medianoche. Enfrente de la catedral de la Almudena. Turistas en la terraza del único bar de la zona. Un amigo, quizá más bien alguien que fue un amigo (pero mucho muchísimo tiempo: 28 años), me cita en su casa para charlar. La casa está muy cerca de la Catedral. Llamo al timbre del portero automático y nadie responde. Nadie abre. Llamada perdida al móvil. Dos minutos después suena el mío.
-Estamos en los jardines frente a la Catedral.
Los jardines son infinitos. Me da una explicación vaga de dónde está. Están. Paso el seto -no hay ninguna entrada a esos jardines- y veo un grupo junto al muro más cercano al célebre Palacio de la Princesa de Éboli. ¿Estará allí? No veo muy bien de noche si no me he puesto las lentillas. Avanzo dos pasos. Oigo un ladrido. Y luego nada más. Una mancha blanca que crece y crece. El perro. El perro que cubre los casi doscientos metros que nos separan a toda la velocidad que le dan sus cortas piernas. No ladra. No avisa. Salta sobre mí. Sus dientes buscan mis testículos. Le esquivo por instinto. La boca ya ha hecho presa en mi pierna izquierda. Intento calmarle pero salta de nuevo. Alcanza mi mano izquierda. Y entonces me enfado. Me enfado de verdad. El perro parece el mismísimo diablo; pero si él es el diablo yo soy Dios cabreado. Le insulto. Ladro. Pateo. Amenazo. Le hago retroceder. Me lo habría comido. Hasta que un hombre, un vagabundo de ojos azules, alcohólicos e incrédulos, le coge de la correa y se lo lleva. Mi amigo está a cincuenta metros de distancia del lugar dónde el perro me ha atacado. No ha movido un dedo. No se ha levantado del césped donde estaba sentado su colega El Simple. Las heridas en las manos son siempre espectaculares. Sangro como todas las fuentes del Palacio de Aranjuez juntas. Sólo cuando insulto a mi ex-amigo, le amenazo como al perro, se digna a aparecer. El Sámur tarda veinticinco minutos en llegar. La policía media hora. Ni rastro del vagabundo ni su perro. Pero nada me altera. Estoy absolutamente tranquilo. Manejo la situación cómo si la hubiera planeado. Llevo bien que me muerdan los perros. Los enfermeros del Sámur se llaman Elías y Santiago. El cirujano del 12 de Octubre que me pincha en la mano dos veces para dormirla es David. La enfermera que limpia la herida con un instrumento que parece la parte que raspa de una vileda responde por Barbi. Los policías que me llevan a buscar mi coche y uno lo conduce hasta mi casa mientras otro nos sigue, son Pablo y Luis. Hablo con ellos como si estuviera haciendo un reportaje. No me siento víctima de nada. Durante una semana tengo que dejar la novela en la que estoy trabajando. No puedo nadar: mi único momento lúdico diario. Pero nunca he estado mejor. El ataque del perro ha roto todas mis rutinas. Lo que no mata te hace más fuerte. Vacunas. Antibióticos. Curas y vendas. Da igual. Amo los desafíos. Me gusta luchar. A Don Quijote le ladraban los perros. A mí me muerden. Debo ser más incómodo para el mundo que el jefe de Sancho Panza. Lo llevo bien. Muy bien. Un regalo. Que me muerdan los perros.