Yo Robo Los Libros de Juan José Millás es el capítulo o episodio o relato número 2 de LA NOVELA DE UN CAZADOR DE CUENTOS, y su protagonista es un primer esbozo de Javier Panizo. Para la novela lo que quizá haga sea que el autor a quien tanto admira el narrador sea el propio Panizo, para no poner nombres auténticos; ya veré.

Yo Robo Los Libros de Juan José Millás


No sé si me entenderán ustedes, y quizá ya piensen de mí que soy un simple ladrón, pero no: soy fontanero. Tengo una cuenta bien saneada en el banco, casa propia y una furgoneta, una Vanette, de color rojo. No robo por robar, es más, lo paso fatal cuando me decido a hacerlo, pero hay cosas demasiado especiales para comprarlas con ese invento fantástico, pero también miserable, llamado dinero. A mí no me habría importado cambiar mis viejas Reebok negras, o un cómic de Blake y Mortimer leído y releído, por el último libro de Millás, pero me parecería un insulto al autor, un desprecio a su talento, cambiarlas por un billete, o un pase aséptico de mi tarjeta por la ranura de la bacaladera. Por eso el viernes pasado, venía de hacer un trabajo en el Barrio del Niño Jesús a una señora de parecía pretender convertir su cocina en un museo, y entré en el Crisol de Doctor Esquerdo sabiendo ya lo que estaba buscando, un libro en rústica firmado por Juan José Millás titulado lisa y llanamente: Cuentos. No lo encontré, porque estaba editado en Ave Fénix Debolsillo y no en Alfaguara Mínima como ya había supuesto en un principio, y tuve que preguntarle al dependiente, que me envío al sótano dónde su compañero me localizó un ejemplar. Era un descaro excesivo por mi parte llevarme el libro sin pagar después de haber molestado a los empleados, después de haberme puesto en evidencia de tal modo, asegurando, y dejando patente mi ignorancia en cuestiones editoriales. Además valía menos de mil pesetas. Una miseria teniendo en cuenta que esa misma tarde me había embolsado nada menos que quince papeles limpios de polvo y paja porque la señora no me había exigido factura. Una miseria, sí, pero pagar una miseria por ese libro que me apetecía tanto tantísimo tanto, ya digo, se me antojaba blasfemo. Confieso que los libros de Juan José Millás los robo siempre. “El Desorden Alfabético” me lo proporcionó el Corte Inglés, y el siguiente, “No Mires Debajo de la Cama” salió, camuflado en el interior de una bolsa de naranjas de Valencia, de los supermercados Champion. Está el tema de las alarmas, pensarán, pero para mí eso no es problema, soy un manitas, y si soy capaz de hacer una broza sin romper un solo baldosín comprenderán que una ingenua tira de plástico magnetizado no puede resistirseme. Basta con pasar las hojas una a una para encontrarla y luego sólo es necesario despegarla y arrojarla a la papelera más cercana. Pero el libro que estaba en Crisol, Cuentos, de Juan José Millás, no tenía alarma magnética, o al menos yo no pude encontrarla, lo cual, unido a que había pedido el ejemplar y casi montado un escándalo porque no estaba editado en Alfaguara Bolsillo, me colocaba en muy mala posición si se daba el desagradable caso de que, al intentar salir de la tienda con el objeto de mi deseo, sonase un pitido y el guardia de seguridad, la guardia en este caso, se abalanzase sobre mí al modo de las películas americanas, aplastándome contra el suelo y cacheando mis pertenencias hasta encontrar en el bolsillo izquierdo de mi cazadora el libro. Tentado estuve de tirar por la vía de enmedio y pagarlo. Por una vez. Sólo eran novecientas cincuenta pesetas. Pero pudo más mi sentido del pudor, sólo que necesitaba una coartada, un asidero por si el sonido traidor de la alarma delataba la nobleza de mi acto. Entonces empecé a autosugestionarme. A convencerme a mí mismo de que había sido el propio Juan José Millás quien me había regalado el libro, unos días atrás, cuando acudí a arreglarle el desagüe de la lavapalabras en su chalet de Pozuelo. No estoy seguro de que tenga un chalet, ni siquiera de que viva en Pozuelo, pero ambos datos me sonaban; y no me parecía probable que la guardia de seguridad estuviese más al tanto que yo de la vida y milagros de mi autor predilecto. Sí, lo recordaba con claridad, el libro me lo obsequió como premio a mi eficacia el propio Juanjo -eso de Juanjo ya sonaba a mucha confianza- y yo tuve la delicadeza de no pedirle que me lo firmara porque unos momentos antes ya le había solicitado que se retratara junto a mí, él con su camisa a cuadros y yo con mi mono azul de trabajo. “La foto” -ya estaba hablando en mi interior con la vigilanta que me había atrapado a dos pasos de la tienda pero que no llegó a tirarme al suelo ni cachearme- “está en la máquina porque aún no he terminado el carrete, pero mañana mismo lo acabo y se lo traigo. ¿Revelan aquí carretes de fotos?”. “¡Además!”, me iba entusiasmando, “¿Cómo se atreve a dudar de mi palabra, a considerarme a mí un ladrón? ¡A mí, que poseo una foto en la que Juanjo en persona me pasa un brazo por encima del mono! ¿Cómo osa? Y sí, sí he preguntado por el libro, porque me gusta saber que los libros de mi buen amigo están en todas las librerías de la ciudad.”.
Miré a la guardia con cara de enfado, con expresión amable al librero que me había atendido, y -surfeando sobre la certeza de mis recuerdos inventados- atravesé el espacio comprendido entre los dos arcos metálicos que me separaban de la libertad, esperando el sonido de la alarma, temiendo el sonido de la alarma, deseando también escuchar su pitido infame, que me permitiría volverme, girar sobre mis talones inflamado de indignación para explicarle a aquella panda de zuavos que Juanjo y yo, Juanjo, insisto, eramos ¡amigos!
No sonó la alarma. Simplemente atravesé la puerta con el libro en el bolsillo y el corazón latiendo como un coche viejo en un atasco. Pisé la calle, avancé dos pasos, y aún me volví a contemplar los libros del escaparate, tratando de calmarme, acariciando el canto de “Cuentos” con las yemas de los dedos de la mano derecha, feliz como un sioux tras arrancarle la cabellera a un enemigo.

 

 

 

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