Un relato protagonizado por León Salgado

Seguir Jugando


Sale de casa sin hacer demasiado ruido, tampoco pretendiendo un falso silencio. Simplemente sale. Necesita escapar. Como siempre, hasta donde le alcanza la capacidad de recordar, León Salgado necesita escapar. Largarse. Irse. Fugarse. Adónde sea. Baja las escaleras a paso ligero, ya algo aliviado. Son las dos de la noche. Invierno. Hace un frío que asusta. Pero no a un fuguista. A un fuguista no le asusta nada; ni siquiera la gran fuga.
-No voy a crecer nunca.
El pensamiento se concreta al atravesar la puerta verde que da a la calle. León Salgado, el hombre que para escapar llegó a escribir un cuento cada día durante un interminable, brevísimo, fantástico, horrible año. El Cazador de Cuentos. Ese era él. Ese es él. Pero ahora es un hombre cansado y casado, padre de un niño de corta edad, el pequeño Emili. Hoy Emili no ha sonreído prácticamente en todo al día. Dulce, la madre del niño, la esposa de Salgado, tampoco. Están enfermos. La gripe. León también tose, moquea, y le duele todo el cuerpo, pero no acepta estar enfermo. Él no está enfermo. Su problema es otro. Le han abandonado. Antes de que naciera el pequeño Emili, y aunque Dulce hubiese tenido cuarenta grados de fiebre se hubiese preocupado de su chico; habría mado, encontrado en un instante el hueco dónde se agazapan el miedo y la tristeza y les habría ahuyentado. Pero ahora a León ni le miran. Nadie. Ni siquiera él mismo. La única y absoluta prioridad es el pequeño. Y León está celoso; lo advierte muchos minutos más tarde, cuando ya lleva largo rato caminando. Es entonces cuando pronuncia en voz alta el pensamiento que le ha ganado al atravesar el portal.
-No voy a crecer nunca.
Qué estupidez, yo soy enorme. Y es cierto, León es enorme. Todo el mundo le ve así. Pero es farsa. Teatro. Su capacidad innata de actor. Ha aprendido a hacerse pasar por mayor, pero -aunque a veces lo haga muy bien- es mentira. Otro juego más. León, en realidad y aunque tenga cuarenta y seis años, sigue siendo un niño. Una putada. Diagnóstico: niñez eterna. Enfermedad endémica e incurable. Pensaba, soñaba, que cuando llegase su hijo al mundo, crecería, se transmutaría en verdadero adulto; ya no querría, necesitaría, escapar. Se equivocó. Sueño no realizado. León Salgado sigue siendo un niño. Sin cura ni remedio.
Deja el camino asfaltado y se adentra en el jardín de una de las urbanizaciones que la nieve ha cubierto de una espesa capa blanca y brillante. Le reconforta ver sus propias huellas sobre la gruesa alfombra de nieve. Está demasiado helada para intentar hacer un muñeco o algo parecido, pero...
¿y si hiciese un dibujo con las huellas? Una cara dibujada a golpes de suela de zapato.
Camina en redondo, repitiendo el trazo dos veces para que quede bien definido, y ya tiene el contorno de la cara. Sólo le faltan los ojos, la nariz, la boca, las cejas. Pero basta con estirar un poco la pierna desde el borde del círculo, desde el lugar que luego ocuparán las orejas.
Terminado. No es un Miguel Ángel pero sí un dibujo hecho con huellas de zapato sobre la nieve.
Podría subir a casa y tomar una foto. Nunca nieva tanto; no tendré otra ocasión para volverlo a hacer.
Corre hasta su casa. Coge la cámara. Regresa. Dispara la foto. Mira el dibujo en la nieve. Piensa en el pequeño Emili, ojalá se ponga bueno pronto (le quiere como un niño quiere a otro niño, con más del doble de todo el amor que cabe en el mundo). León el niño eterno que ha sido padre de otro niño. ¿Qué puede hacer? No hay solución. Él no puede, no sabe, no es capaz de crecer. Quizá en el fondo simplemente porque no quiere. Mira en la pantalla de la cámara la imagen del rostro dibujado en la nieve. Sonríe. Sí, eso es lo único que le queda. Lo único. Hacer dibujos sobre la nieve que el sol borrará a la mañana siguiente. Seguir. Seguir luchando. Jugando.