NUNCA ES TARDE
CAPITULO I:
INÉS
Eva buscó con la mirada la ventana del tercer piso.
Al divisar la silueta de su abuela se retiró la bufanda
de lana negra que le cubría la boca, se llevó
la mano a los labios, y lanzó un beso a modo de despedida.
El corazón de Inés vibró al sentir cómo
la volátil muestra de cariño se posaba en su
mejilla. Esperó a que su nieta desaparecía tras
los edificios de la cuidad, volvió a colocar los visillos
del ventanal y susurró casi en silencio: “Ay
mujercita alocada ¡cuántos quebraderos de cabeza
me das sin pretenderlo!”
Desde pequeña, Eva había destacado entre el
resto de sus nietas. Era una pícara rebelde, una muchacha
que creía en ideales utópicos, capaz de luchar
por ellos con la pasión del que posee la verdad absoluta.
Normalmente ese convencimiento no duraba mucho ya que por
una u otra causa, cambiaba de opinión y optaba por
la postura contraria, la cual, por supuesto, defendía
con igual vehemencia.
Inés esbozó una sonrisa al recordar como terminó
una tranquila y agradable comida de domingo en casa de su
hijo Javier. La velada había marchado sin sorpresas,
hasta que llegado el momento de recoger, Eva se levantó
con el descaro propio de una diva, y dando un golpe en la
mesa se declaró en huelga de brazos caídos.
Las carcajadas contenidas en el comedor fueron inolvidables
y desde entonces, no cabía evento familiar en el que
no se recordara aquel episodio.
En varias ocasiones Eva le había pedido a su abuela
que mediara ante su padre para que le permitiera ir a vivir
con ella. Al principio ni siquiera Inés estaba de acuerdo,
pero pensando en los pros y los contras, decidió que
podía ser una grata experiencia para ambas. A Inés
no le resultó fácil convencer a su hijo de que
su nieta necesitaba una persona que estuviera más pendiente
de ella, con la que poder desahogarse y charlar de sus cosas,
en definitiva, un adulto que consiguiera ganarse su confianza.
Por otro lado, ella llevaba viviendo sola mucho tiempo y le
vendría bien la compañía de una muchacha
moderna que le pusiese al día de cómo era la
vida para los jóvenes de los 90. Le horrorizaba convertirse
en una anciana antigua, anclada en un pasado de tradiciones
inservibles y pensamientos retrógrados. Las constantes
charlas y un verano en el que Eva estuvo especialmente reivindicativa,
fueron las razones por las que Javier dio el visto bueno a
la insistente petición de su madre.
El aroma a café recién hecho, devolvió
a Inés al presente.
Se cubrió con su bata de canalé azul, y caminó
hasta la cocina para tomar el desayuno que, como cada mañana,
le había dejado preparado su nieta. Encendió
la radió y se dispuso a escuchar el coloquio matutino
en el que, desde la intimidad de su casa, participaba con
más ahínco que cualquiera de los tertulianos.
Después de cargar pilas despotricando contra la política
de una España en la que no quedaban principios, Inés
continuó con sus quehaceres habituales.
El día se presentaba tranquilo, tan sólo la
partida de bridge en casa de su amiga Loreto alteraba la monotonía
de un martes de invierno. Le gustaban esas reuniones donde
se mezclaban los temas del pasado con el presente. Comenzaban
hablando de las trastadas de sus nietas, para acabar rememorando
alguna batalla, en la que ellas, eran las protagonistas.
Apagó el transistor y una hora más tarde estaba
lista para salir a la calle. Miró el reloj y decidió
que no esperaría a que llegara Manuela, su muchacha
no gozaba de la puntualidad entre sus virtudes. Además,
tenía ganas de ir hasta el kiosco y comprar la última
pieza de la casa de muñecas que con tanto cuidado había
ido construyendo.
Le parecía curioso lo de las colecciones. A ella nunca
le había atraído ese tipo de promociones, incluso
las consideraban un timo, un saca cuartos que enganchaban
al ciudadano, creándole la necesidad de comprar un
objeto que, en la mayoría de los casos, era inservible.
Pero los días eran largos y sus ojos se quejaban de
permanecer frente a las letras de un libro muchas horas y
sus manos necesitaban ejercitarse con algo más que
con la aguja de ganchillo.
Se puso su abrigo de astracán, se caló su elegante
gorro marrón a juego con los guantes y salió
por la puerta. Para Inés el aspecto físico era
una muestra de educación y de respecto hacia el resto
de las personas. Le costaba comprender la forma de vestir
de los jóvenes, con esos vaqueros rotos y deshilachados,
ni tampoco entendía por qué se empeñaban
en parecer vagabundos sin afeitarse y con melenas largas.
Pero los tiempos habían cambiado y ahora, la suciedad
era moda.
En el portal, mantuvo la tradicional charla con el portero
acerca del tiempo con el que se había despertado la
mañana, y tras santiguarse, salió a la calle
subiéndose los cuellos de su abrigo.
Caminaba despacio pero con la firmeza de una gran dama, y
es que muchas horas sobre una delgada barra de acero le había
enseñado que los pies deben ir uno delante del otro
formando una perfecta línea recta.
- Buenos días Eugenio, parece que por
fin ha llegado el invierno.
- Buenos días Doña Inés. Sí hoy
se presenta una mañana fresquita, pero veo que eso
no le impide madrugar.
- Sí, ya sabe lo que dice el refrán: “A
quien madruga, Dios le ayuda” y en los tiempos que corren
como no nos echen una manita los de ahí arriba...en
fin. ¿Ha llegado la pieza que me falta?
- No, el camión de reparto no llagará hasta
las 10, pero no se preocupe yo se lo guardo.
- ¡Vaya hombre! yo que quería dar por finalizada
la colección. Bueno, deme el periódico y me
paso más tarde.
- Será un placer gozar de nuevo de su presencia. Una
mujer como usted alegra la vista a este humilde servidor.
- ¡Ay, zalamero! Usted no cambiara nunca.
Las galanterías de Eugenio le subieron ese ego femenino
que el paso de los años matiza pero no elimina. Con
la mirada al frente y su peculiar andar que conservaba un
rastro de sensualidad, se despidió del kiosquero para
dirigir sus pasos hacia la cafetería de la esquina.
Pidió un chocolate bien caliente y se sentó
en una mesita que estaba libre junto al ventanal que daba
a la calle.
Miró sus manos, y sintió una punzada en el alma.
Su tesoro mejor cuidado, el instrumento más halagado,
se había convertido en un manojo de huesos rodeados
de una piel manchada y surcada de arrugas. Por un momento
las visualizó blancas y livianas recorriendo el teclado
de su Stenway, sintiendo cómo se deslizaban marcando
las notas de su tan aplaudido Claro de Luna. Decidió
abrir el periódico y no darle más vueltas a
lo inevitable.
Uno de los miles de suplementos, encuadernaciones y folletos
propagandísticos que se añadían a los
diarios, se deslizó por la superficie de la mesa para
ir a caer justo debajo de la silla de Inés. Al intentar
recoger el papel, sus ojos se fijaron en una mancha negra
con forma rectangular situada a unos milímetros de
su pie. Se olvidó del panfleto y se concentró
el aquel objeto que a primera vista parecía un pequeño
libro.
Con cuidado para no perder el equilibrio, inclinó su
cuerpo y estirando el brazo pudo dar con él. Una vez
volvió a su posición inicial, examinó
el hallazgo.
Se trataba de un cuadernillo de pastas negras y finas hojas
escritas a mano. Abrió por cualquier parte y comenzó
a leer.
Hoy lo he vuelto a hacer. Se que no te gusta, pero no he podido
remediarlo. No puedo, lo he intentado pero salir de casa me
resulta una prueba insuperable. En la calle, miradas de extraños
se clavan en mí y me siento atrapado en el centro de
la diana.
Lo único que espero es que la Dama Negra venga pronto
y me lleve de este mundo. Le suplico cada día que me
conduzca a tu lado, pero mis ruegos no dan fruto.
Elisa, no dejo de escribir versos a todas horas, porque sé
que te gustan, porque imagino tu sonrisa al escuchar mis poemas,
porque escucho tu risa, porque miro tus ojos.... ¡Qué
difícil resulta vivir sin ti!
Las horas no tiene fin, y tu recuerdo no es
olvido,
¿Por qué te has ido sin mi?
Los años pasan, no perdonan, y yo me siento solo.
Soledad sin esperanza,
Oscuridad de muerte, y yo, sigo aquí, muriendo en vida...
Inés levantó la mirada de la cuartilla
sintiéndose una ladrona de recuerdos. Nerviosa, con
el corazón acelerado, miró a su alrededor para
cerciorarse de que nadie se había dado cuenta del hurto.
Lo apartó hacia un lado y clavó los ojos en
la negrura de su cubierta. Se trataba de una especie de diario,
un libro que describía al detalle la amargura, la angustia
de un hombre con el alma rota.
Por unos instantes, sintió el impulso de guardarlo
en el bolso, llevárselo y continuar leyendo, pero su
honradez casi enfermiza, le impidió hacerlo. Se levantó
de la mesa y dirigiéndose a la barra, lo depositó
sobre el mármol.
Sin dar ningún tipo de explicación sobre el
contenido del librillo, se lo entregó a la camarera
y salió de la cafetería.
Desandando el camino que una hora antes había recorrido,
no paraba de pensar en las palabras de aquel manuscrito. Se
sentía responsable por haber abandonado tantos sentimientos,
pero a su vez ¿Quién era ella para guardarlos?
No era más que una cotilla que se había inmiscuido
en la vida de un extraño.
Inés andaba despacio, debatiéndose entre lo
correcto y la debilidad humana. En realidad, no había
cometido ningún delito, pero no lograba impedir que
un sentimiento de culpabilidad le recorriera el cuerpo. Aceleró
su caminar y negando con la cabeza, obligó a su mente
a olvidar el tema.
****
La escalera de caracol que unía la buhardilla
con el resto de la casita de muñecas, había
quedado perfectamente encuadrada. Inés dio dos pasos
hacia atrás para observar la preciosa maqueta, pero
lejos de sentirse orgullosa por su obra, se preguntaba dónde
colocar aquel juguete que no servía para jugar.
Manuela interrumpió su pensamiento al entrar ruidosamente
con la aspiradora en la habitación.
- Disculpe señora, no sabía que
estaba aquí.
- Pase, pase Manuela ya he terminado. Por fin acabé
la casita. ¿Qué le parece?
- Pues… muy bonita, pero…
- Pero ¿ qué?
- Pues que si quiere que le diga lo que pienso, es que...bueno
que,.. la verdad es que lo que yo veo es una fuente de acumulación
de pelusas y polvo. ¡Cómo si no tuviera ya suficiente
con sus libros cómo para tener que perder más
tiempo en limpiar cada una de las piececitas diminutas de
la casita!
- De acuerdo, no hace falta que se ponga así. Veo que
si no quiero estar escuchando todos los días sus quejas,
debo regársela a alguien.
Salió de la biblioteca dejando a Manuela
despotricando contra el polvo, los ácaros y la suciedad;
llevaba sirviendo en su casa desde que sus hijos eran pequeños
y su afán por la limpieza iba incrementándose
con los años.
El día trascurrió tranquilo. Una comida ligera,
y un café con leche delante del televisor escuchando
las macabras noticias que cada día acaparaban los titulares
de los informativos. Se preguntaba quien habría puesto
de moda aquella forma de hacer los telediarios, donde más
de la mitad del tiempo lo cubrían sucesos y la otra
mitad el fútbol. Para Inés ese era uno de los
factores que provocaban la incultura y el desconocimiento
total en los temas importantes que afectaban al ciudadano.
No había educación y la enseñanza quedaba
en un segundo plano. Ante tal panorama prefirió, antes
de ponerse de mal humor, cambiar al canal de los documentales
y tras unos segundos se quedó dormida mientras los
Leones atravesaban las llanuras del salvaje Serengeti.
Llegada la hora y tras una siesta reconfortante, se preparó
para ir a casa de su amiga Loreto. La partida de bridge no
perdonaba su ausencia.
Ese día las cartas no jugaban a su favor por lo que
le tocaría a ella encargarse de la merienda de la próxima
partida. Además, las conversaciones sobre los últimos
achaques de salud, o las rupturas amorosas de determinados
famosos, a Inés le resultaban de lo más aburrido,
por lo que pensó abandonar la partida poniendo cualquier
excusa.
Fue entonces cuando Aurora, una de las habituales de los martes,
comentó la ternura que le había provocado su
nieta al pedirle por Navidad su primer diario. La conversación
se centró en los recuerdos de las cuatro mujeres, en
la ilusión que les hacía sincerarse cada noche
con su fiel amigo. Loreto relató episodios de su niñez
: cuando conoció al chico del que creía estar
enamorada, su primer día de colegio, cómo no
soportaba a la que luego sería su mejor amiga, la repelente
y perfecta Inés...
Risas de añoranza, y comentarios del pasado volvieron
a volar por aquel salón.
Sin poder evitarlo, la mente de Inés dibujó
el cuadernillo que había encontrado en la cafetería.
Sirviéndose otra taza de té, lanzó al
vuelo una pregunta : “Hablando de diarios... ¿Qué
habéis hecho con los vuestros ? ”
Silencio y miradas de asombro fueron la primera respuesta
de sus compañeras. La anfitriona rompió el hielo
preguntándose en voz alta que habría sido del
suyo. No sabía donde había ido a parar ese tesoro
que con tanto celo escondía en el cajón de su
ropa interior. Por el contrario, Aurora lo conservaba fielmente
en su mesilla de noche. Comentó que cuando se sentía
una vieja gruñona que no soportaba a sus nietas, releía
sus líneas llena de desamores y faltas de ortografía.
para darse cuenta de que ella, también un día
fue niña.
Inés, nunca había escrito un diario, no por
qué no tuviera, sino porque no le motivaba escribir
sobre ella. La mejor manera que tenía para expresar
lo que llevaba dentro, era a través la música.
El diario de tapas negras dominó aquella noche sus
sueños. Un rostro de hombre afable, con fino bigote
negro y ojos de azul intenso, sonría a una mujer con
preciosos bucles rubios recogidos en la nuca con una orquilla
de madera en forma de hoja.
Después, todo era oscuridad y sólo se escuchaban
llantos.
Inés se despertó sofocada, con el corazón
en la garganta y un sudor frío que le bañaba
todo el cuerpo. Encendió la luz y controlando de temblor
de sus manos, tomó su incondicional vaso de agua y
dio un trago.
Intentó tranquilizarse y olvidar la pesadilla, pero
la imagen de ese hombre no desaparecía y la curiosidad
por el contenido del cuaderno se estaba convirtiendo en una
obsesión.
La mañana se hizo esperar. Inés se había
dado por vencida. Aquella batalla la había ganado el
insomnio y ni siquiera la soporífera lectura de los
clásicos pudo arrastrarla al mundo de los sueños.
Escucho el despertador de su nieta e instantes después
el crujir de la puerta de su alcoba.
La imagen de una muchacha con el pelo enmarañado, los
ojos medio cerrados y un pijama completamente negro, le hizo
levantar la vista del libro.
Antes de que pudiera reaccionar, su nieta estaba metida en
la cama , con sus pies fríos sobre ella pidiendo sin
palabras que se los calentara.
- Buenos días, señorita ¿ Qué
tal has dormido?
- Buenos días, abuela.Tengo mucho sueño. Paso
de ir a clase. Me quedo aquí contigo.
- Me parece que no es buena idea. Tu abuela tiene muchas cosas
que hacer y tú tienes que ir a la Facultad para convertirte
en una mujer de provecho.
- ¡Joder abuela!¡ Qué pesada! no me sueltes
el rollo de la educación, la incultura y la mala gestión
del gobierno, que me lo sé de memoria.
- Oye niña, ¿qué es eso de contestar
así a tu abuela?. ¡Qué falta de respeto!
Acabas de darme una muestra de que tengo razón.
- ¡Valeee! Tienes razón, lo que tú digas,
pero no me puedes negar que un pelín pesadita sí
que eres...
Sonrisas acompañadas de un beso, pusieron
fin a la conversación. Eva, se deslizó de entre
las sábanas para ir directa a la cocina a preparar
el café.
****
El frío intenso del mes de diciembre
no fue un motivo suficiente para impulsar a Inés a
dar el paso. Llevaba toda la mañana debatiéndose,
preguntándose una y mil veces si debía ir a
buscar el diario, o por el contrario, olvidar lo sucedido.
Cada respuesta era distinta y su mente estaba saturada de
argumentos a favor y en contra Por otro lado, la posibilidad
más lógica era que ya no estuviera allí,
que su dueño lo hubiera ido a buscar.
Por fin, frente a la cafetería, y con un nerviosismo
impropio de una mujer de su edad, dudó si cruzar el
umbral. Un atisbo de cordura surcó sus pensamientos
y sonrió al recomponer la sucesión de estupideces,
y de ideas sin sentido, que se habían estado gestando
en su interior.
La humedad que empezaba a calar hasta los huesos, fue el detonante
para entrar en el local. Caminó con paso firme hacia
la barra y cerciorándose de que la mujer que estaba
atendiendo, era diferente a la del día anterior, alzó
su mano y con un gesto llamó a la camarera.
- Por casualidad ¿no habrá visto usted un cuadernillo
de tapas oscuras del tamaño de una cuartilla? No es
de gran valor, pero significa mucho para mí, y pensando
en donde puede haberlo extraviado, recordé que ayer
estuve aquí degustando su delicioso chocolate. ¿Sería
tan amable de decirme si usted lo ha visto?
La camarera, sin dejar de mascar chicle, se
agachó para tomar algo de debajo del mostrador.
- ¿ No será esto lo que busca?
La mirada de Inés se encendió
como si una corriente de energía recorriera su cuerpo.
Una sonrisa pobló su rostro y haciendo un gesto afirmativo,
alargó sus manos para recoger el diario. Agradeció
cortésmente a la empleada su amabilidad y salió
de la cafetería con la satisfacción del triunfo.
Temblaba igual que una chiquilla ante aquel sin sentido que
le alegraba el alma y le hacia revivir momentos de un pasado
casi olvidado.
Caminaba deprisa, apretando su brazo contra el costado derecho
para cerciorarse de que el bolso continuaba atrapado bajo
él.
Las calles que distaban de la cafetería a su casa,
se convertían en grandes avenidas, y los semáforos
sólo lucían en color rojo. Casi sin aliento,
llegó a su destino. Sin perder un segundo, se acomodó
en la butaca de lectura disponiéndose a saborear cada
palabra de la robada intimidad.
Con los nervios de quien va a abrir un regalo, introdujo la
mano en su bolso y tomó el cuaderno. Acarició
sus tapas y se quedó observándolo durante unos
segundos. Acto seguido, se puso las gafas que el tiempo había
obligado a interponer entre la lectura y sus ojos, y comenzó
a leer.
Amada Elisa:
No se si saludarte, u omitir una pregunta que no puedes contestar.
Una pregunta que no va a devolver el sonido de tu voz a mis
sordos oídos.
Hoy hace tan sólo una semana que dejé tu cuerpo
junto a tu familia. Te pido disculpas si te pareció
una falta de compostura el no esperar a que la tierra cubriera
tu fría morada, pero las lágrimas querían
desbordarse de mis ojos, y cada palabra de pésame provocaba
una punzada de dolor insoportable.
Musa mía, me has dejado, te has ido fugazmente. No
hubo tiempo de un beso de despedida, de una mirada de adiós.
Envidio a Dios por tenerte cerca, y le maldigo por haberme
arrebatado tu presencia.
Elisa, no quiero vivir si no estas, y soy demasiado cobarde
para quietarme la vida, para acompañarte en el camino
que has iniciado. Quiero creer a los médicos cuando
dicen que fue sin sufrimiento, durmiendo como el ángel
que eres, con la inocencia de una niña que estaba dispuesta
a hacerse mujer.
Quiero creer que soñabas con nuestro futuro juntos,
con ese Sí que pocas horas antes tus labios habían
pronunciado, con esa repuesta que me hizo sentir el hombre
mas afortunado de la Tierra.
Dejo la pluma sobre la mesa, pongo freno a mi escritura para
oír tu voz rompiendo dulcemente el silencio. Cierro
por instante los ojos para controlar las lágrimas y
tu sonrisa lo invade todo.
¡Ay amada mía! Entre nosotros existe un vínculo
más allá de lo terrenal, porque estoy convencido
de que mientras continúe escribiéndote estas
cartas, permaneceremos unidos en este Universo atemporal que
estamos construyendo.
El corazón encogido de Inés comenzó
a rememorar los penosos momentos que rodearon al fallecimiento
de su esposo. Retrocedió 20 años, sintiendo
el dolor de la perdida, el miedo que conlleva el empezar una
nueva vida en solitario.
Volvió a la habitación de un hospital para escuchar
el aviso de la sentencia de muerte.
La noticia del avance irreversible del cáncer
de su marido, no pudo conseguir arrebatarle la esperanza de
un cambio, de que toda aquella pesadilla pasara sin las consecuencias
previstas. Hasta el último instante Inés continuó
sonriendo, animando a su esposo para que no perdiera ese humor
tan irónico del que hacia gala cada vez que las enfermeras
entraban en la habitación.
El destino no cambió el rumbo y en dos meses, la viudez
pasó a formar parte de su vida. A pesar de ello, Inés
dejó de sonreír, porque de una forma u otra,
nunca dejo de sentir la presencia de su esposo a su lado.
Al igual que ella, aquel hombre se resistía a perder
el contacto con su amada, no soportaba la realidad y la escritura
era su la válvula de escape.
A medida que iba leyendo se construía un lazo de unión
entre ambos. Eran dos desconocidos, dos adultos que habían
afrontado una inevitable de una soledad prematura.
Inés cerró el cuadernillo para impedir que las
lágrimas contenidas emborronaran su tinta.
No se sentía con ganas de seguir leyendo. Necesitaba
un respiro, la amargura de los recuerdos le estaba oprimiendo
el pecho. Guardó el diario bajo la almohada y respiró
hondo para notar como el aire aliviaba su ahogo.
Miró el reloj para comprobar que su nieta estaba a
punto de aparecer por la puerta y como si de un acto reflejo
si se tratara, sonrió. Aquella noche necesitaba más
que nunca su compañía.
Las historias de Eva, fueron el mejor tónico para el
corazón de una anciana que se resistía a vivir
de recuerdos. Esa juventud vivaracha y locuaz era la fuente
de energía que necesitaba para conservar la mente en
el presente.
Aquella noche Inés no volvió a abrir el diario,
quería continuar con la sensación de bienestar
que su nieta le había provocado. Apagó la luz
y tras susurrar sus oraciones, se quedó dormida.
Los días siguientes trascurrieron sin ninguna novedad,
tan sólo los momentos en los que se zambullía
en el diario rompían la monotonía. Poco a poco
aquel escritor anónimo se estaba convirtiendo en alguien
muy cercano, tanto, que en ocasiones sin darse cuenta se encontraba
hablando con él sobre las cosas de cada día.
****
Manuela limpiaba la plata al compás de la sonata nº13
de Wolfgang Amadeus Mozart. Tatareaba las notas casi en silencio.
Le encantaba escuchar aquella música y ver como su
señora no había perdido la destreza frente al
piano.
Mientras ella sacaba brillo a las bandejas, Inés se
encontraba muy lejos de allí. Volaba con cada compás
y se perdía en el mundo de fantasía que recreaba
al interpretar a su músico favorito.
De pronto, en su mente se mezclaron las letras de un poema
con las notas que emitían sus manos. Entonces la pieza
que había tocado mil veces, se convirtió en
algo novedoso, único, en algo distinto a cualquier
interpretación anterior. Paradójicamente, siendo
la misma composición, el sonido que le llegaba a sus
oídos era diferente.
Puso freno a sus manos, dejando pasar unos segundos para centrase
en la extraña sensación que le invadía.
Manuela gruñó por el fin de la melodía,
pero no obtuvo ninguna respuesta. Levantó la vista
de su trabajo para comprobar que Inés ya no estaba
delante del piano. Se había esfumado tan rápido,
que no le había dado tiempo a traducir en palabras
su protesta.
Inés estaba en su habitación, sentada en la
cama, pasando rápidamente las páginas del diario
en busca del poema. Lo sabía, estaba segura de que
las palabras que habían irrumpido en su mente mientras
tocaba, pertenecían al extraño.
Por fin lo encontró y comenzó a leerlo en voz
alta a la vez que entonaba la pieza. Cada palabra coincida
con el ritmo, cada coma indicaba las pausas, cada punto coincidida
con el cambio de acorde.
Sonrió de pura perplejidad y salió lo más
rápido que pudo hacia la sala de música. Manuela
continuaba en el mismo sitio, sin entender la actitud de su
señora.
- Manuela quiero que escuche esto, y que me diga que le parece.
- Bueno, pero ¿Por qué no continua con lo de
antes? era precioso.
- Por favor, no me discuta y deme su opinión.
Manuela no estaba por la labor de dejar pasar
la oportunidad de continuar con el diálogo, y es que,
ni la mejor partitura podía satisfacerle tanto como
una buena disputa. Pero Inés comenzó a tocar,
por lo que tuvo que esperar para practicar su deporte favorito.
La voz quebrada de mujer, comenzó a entonar palabras
que se coordinaban a la perfección con las notas. Una
canción melancólica, llena de sentimiento inundaba
la sala. Inés con las manos en el piano y la vista
en el diario cantaba con la agilidad que da la experiencia.
Manuela escuchaba atónita aquella música que
vibraba por todo su cuerpo, haciéndole volar sin levantar
los pies del suelo.
Cuando el silencio tomó el protagonismo de la escena,
Manuela solo fue capaz de emitir un largo suspiro.
Inés giró el cuerpo hacia la posición
donde se encontraba su público y preguntó
- Y bien ¿me puede decir que le ha parecido?
- Eh… no sé cómo explicarle... pero me
gustado mucho. Con letra es más bonita todavía.
¿La ha escrito usted?
- No, ha sido... bueno no viene al caso. ¿ Se ha dado
cuenta de la sincronización tan extraordinaria entre
la música y las palabras?.
- Pues mire, yo ya sabe que de esto no entiendo mucho, pero
sonar ha sonado muy bien.
Inés no esperaba una contestación
experta sobre los aspectos técnicos de la composición.
En realidad el había pedido opinión a Manuela
por el mero hecho de que se encontraba en la habitación.
No le hacían falta comentarios externos para saber
que había descubierto algo más que una joya
musical. No obstante, la pregunta sobre si había sido
ella la que había escrito la letra le hizo pensar.
Todo coincidida de una forma extraña: La partitura
de su sonata favorita con ese poema. Ese preciso poema, el
más optimista de los allí impresos, el que expresaba
la casi aceptación de la perdida y el principio de
una nueva vida.
Tomó el cuadernillo y abandonó la estancia con
la mente llena de preguntas sin respuesta. No podía
dar crédito a lo que acababa de vivir, se resistía
a creer que fuera una mera coincidencia. Ella no creía
en las casualidades, pero a lo mejor en este caso podía
ser la mente la que le había jugado una mala pasada.
La voz de Manuela, interrumpió sus deliberaciones.
- Señora, ¿No iba usted a regalar
la dichosa casita de muñecas? Porque ya empieza a estorbar.
A ver, dígame ¿Dónde quiere que ponga
ahora la plata?
- Manuela, por favor no grite. Hablare con mi hijo Jaime para
que la guarde en su habitación de juegos.
- Lo digo porque me conozco el percal y al final …
- No se preocupe, esta misa tarde desaparecerá de su
vista.
Sin dar más opción a continuar
con la charla, de dio la vuelta y continuó camino a
la alcoba. Necesitaba volver a leer ese poema, volver a sentir
aquel baile sin movimiento, en definitiva, necesitaba más
de la droga en la que se estaba convirtiendo aquel cuadernillo
de tapas negras.
****
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