Lorena Liaño, autora de APRENDIENDO A SER FERNANDO y SABORES (de próxima publicación) nos cuenta en NUNCA ES TARDE una historia de amor. ¿Hay algo mejor, acaso, que las historias de amor? ACTUALIZADO MARZO 08.

NUNCA ES TARDE


CAPITULO I:

INÉS


Eva buscó con la mirada la ventana del tercer piso. Al divisar la silueta de su abuela se retiró la bufanda de lana negra que le cubría la boca, se llevó la mano a los labios, y lanzó un beso a modo de despedida.
El corazón de Inés vibró al sentir cómo la volátil muestra de cariño se posaba en su mejilla. Esperó a que su nieta desaparecía tras los edificios de la cuidad, volvió a colocar los visillos del ventanal y susurró casi en silencio: “Ay mujercita alocada ¡cuántos quebraderos de cabeza me das sin pretenderlo!”
Desde pequeña, Eva había destacado entre el resto de sus nietas. Era una pícara rebelde, una muchacha que creía en ideales utópicos, capaz de luchar por ellos con la pasión del que posee la verdad absoluta. Normalmente ese convencimiento no duraba mucho ya que por una u otra causa, cambiaba de opinión y optaba por la postura contraria, la cual, por supuesto, defendía con igual vehemencia.
Inés esbozó una sonrisa al recordar como terminó una tranquila y agradable comida de domingo en casa de su hijo Javier. La velada había marchado sin sorpresas, hasta que llegado el momento de recoger, Eva se levantó con el descaro propio de una diva, y dando un golpe en la mesa se declaró en huelga de brazos caídos.
Las carcajadas contenidas en el comedor fueron inolvidables y desde entonces, no cabía evento familiar en el que no se recordara aquel episodio.
En varias ocasiones Eva le había pedido a su abuela que mediara ante su padre para que le permitiera ir a vivir con ella. Al principio ni siquiera Inés estaba de acuerdo, pero pensando en los pros y los contras, decidió que podía ser una grata experiencia para ambas. A Inés no le resultó fácil convencer a su hijo de que su nieta necesitaba una persona que estuviera más pendiente de ella, con la que poder desahogarse y charlar de sus cosas, en definitiva, un adulto que consiguiera ganarse su confianza. Por otro lado, ella llevaba viviendo sola mucho tiempo y le vendría bien la compañía de una muchacha moderna que le pusiese al día de cómo era la vida para los jóvenes de los 90. Le horrorizaba convertirse en una anciana antigua, anclada en un pasado de tradiciones inservibles y pensamientos retrógrados. Las constantes charlas y un verano en el que Eva estuvo especialmente reivindicativa, fueron las razones por las que Javier dio el visto bueno a la insistente petición de su madre.
El aroma a café recién hecho, devolvió a Inés al presente.
Se cubrió con su bata de canalé azul, y caminó hasta la cocina para tomar el desayuno que, como cada mañana, le había dejado preparado su nieta. Encendió la radió y se dispuso a escuchar el coloquio matutino en el que, desde la intimidad de su casa, participaba con más ahínco que cualquiera de los tertulianos.
Después de cargar pilas despotricando contra la política de una España en la que no quedaban principios, Inés continuó con sus quehaceres habituales.
El día se presentaba tranquilo, tan sólo la partida de bridge en casa de su amiga Loreto alteraba la monotonía de un martes de invierno. Le gustaban esas reuniones donde se mezclaban los temas del pasado con el presente. Comenzaban hablando de las trastadas de sus nietas, para acabar rememorando alguna batalla, en la que ellas, eran las protagonistas.
Apagó el transistor y una hora más tarde estaba lista para salir a la calle. Miró el reloj y decidió que no esperaría a que llegara Manuela, su muchacha no gozaba de la puntualidad entre sus virtudes. Además, tenía ganas de ir hasta el kiosco y comprar la última pieza de la casa de muñecas que con tanto cuidado había ido construyendo.
Le parecía curioso lo de las colecciones. A ella nunca le había atraído ese tipo de promociones, incluso las consideraban un timo, un saca cuartos que enganchaban al ciudadano, creándole la necesidad de comprar un objeto que, en la mayoría de los casos, era inservible.
Pero los días eran largos y sus ojos se quejaban de permanecer frente a las letras de un libro muchas horas y sus manos necesitaban ejercitarse con algo más que con la aguja de ganchillo.
Se puso su abrigo de astracán, se caló su elegante gorro marrón a juego con los guantes y salió por la puerta. Para Inés el aspecto físico era una muestra de educación y de respecto hacia el resto de las personas. Le costaba comprender la forma de vestir de los jóvenes, con esos vaqueros rotos y deshilachados, ni tampoco entendía por qué se empeñaban en parecer vagabundos sin afeitarse y con melenas largas. Pero los tiempos habían cambiado y ahora, la suciedad era moda.
En el portal, mantuvo la tradicional charla con el portero acerca del tiempo con el que se había despertado la mañana, y tras santiguarse, salió a la calle subiéndose los cuellos de su abrigo.
Caminaba despacio pero con la firmeza de una gran dama, y es que muchas horas sobre una delgada barra de acero le había enseñado que los pies deben ir uno delante del otro formando una perfecta línea recta.

- Buenos días Eugenio, parece que por fin ha llegado el invierno.
- Buenos días Doña Inés. Sí hoy se presenta una mañana fresquita, pero veo que eso no le impide madrugar.
- Sí, ya sabe lo que dice el refrán: “A quien madruga, Dios le ayuda” y en los tiempos que corren como no nos echen una manita los de ahí arriba...en fin. ¿Ha llegado la pieza que me falta?
- No, el camión de reparto no llagará hasta las 10, pero no se preocupe yo se lo guardo.
- ¡Vaya hombre! yo que quería dar por finalizada la colección. Bueno, deme el periódico y me paso más tarde.
- Será un placer gozar de nuevo de su presencia. Una mujer como usted alegra la vista a este humilde servidor.
- ¡Ay, zalamero! Usted no cambiara nunca.


Las galanterías de Eugenio le subieron ese ego femenino que el paso de los años matiza pero no elimina. Con la mirada al frente y su peculiar andar que conservaba un rastro de sensualidad, se despidió del kiosquero para dirigir sus pasos hacia la cafetería de la esquina. Pidió un chocolate bien caliente y se sentó en una mesita que estaba libre junto al ventanal que daba a la calle.
Miró sus manos, y sintió una punzada en el alma. Su tesoro mejor cuidado, el instrumento más halagado, se había convertido en un manojo de huesos rodeados de una piel manchada y surcada de arrugas. Por un momento las visualizó blancas y livianas recorriendo el teclado de su Stenway, sintiendo cómo se deslizaban marcando las notas de su tan aplaudido Claro de Luna. Decidió abrir el periódico y no darle más vueltas a lo inevitable.
Uno de los miles de suplementos, encuadernaciones y folletos propagandísticos que se añadían a los diarios, se deslizó por la superficie de la mesa para ir a caer justo debajo de la silla de Inés. Al intentar recoger el papel, sus ojos se fijaron en una mancha negra con forma rectangular situada a unos milímetros de su pie. Se olvidó del panfleto y se concentró el aquel objeto que a primera vista parecía un pequeño libro.
Con cuidado para no perder el equilibrio, inclinó su cuerpo y estirando el brazo pudo dar con él. Una vez volvió a su posición inicial, examinó el hallazgo.
Se trataba de un cuadernillo de pastas negras y finas hojas escritas a mano. Abrió por cualquier parte y comenzó a leer.


Hoy lo he vuelto a hacer. Se que no te gusta, pero no he podido remediarlo. No puedo, lo he intentado pero salir de casa me resulta una prueba insuperable. En la calle, miradas de extraños se clavan en mí y me siento atrapado en el centro de la diana.
Lo único que espero es que la Dama Negra venga pronto y me lleve de este mundo. Le suplico cada día que me conduzca a tu lado, pero mis ruegos no dan fruto.
Elisa, no dejo de escribir versos a todas horas, porque sé que te gustan, porque imagino tu sonrisa al escuchar mis poemas, porque escucho tu risa, porque miro tus ojos.... ¡Qué difícil resulta vivir sin ti!

Las horas no tiene fin, y tu recuerdo no es olvido,
¿Por qué te has ido sin mi?
Los años pasan, no perdonan, y yo me siento solo.
Soledad sin esperanza,
Oscuridad de muerte, y yo, sigo aquí, muriendo en vida...

Inés levantó la mirada de la cuartilla sintiéndose una ladrona de recuerdos. Nerviosa, con el corazón acelerado, miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie se había dado cuenta del hurto.
Lo apartó hacia un lado y clavó los ojos en la negrura de su cubierta. Se trataba de una especie de diario, un libro que describía al detalle la amargura, la angustia de un hombre con el alma rota.
Por unos instantes, sintió el impulso de guardarlo en el bolso, llevárselo y continuar leyendo, pero su honradez casi enfermiza, le impidió hacerlo. Se levantó de la mesa y dirigiéndose a la barra, lo depositó sobre el mármol.
Sin dar ningún tipo de explicación sobre el contenido del librillo, se lo entregó a la camarera y salió de la cafetería.
Desandando el camino que una hora antes había recorrido, no paraba de pensar en las palabras de aquel manuscrito. Se sentía responsable por haber abandonado tantos sentimientos, pero a su vez ¿Quién era ella para guardarlos? No era más que una cotilla que se había inmiscuido en la vida de un extraño.
Inés andaba despacio, debatiéndose entre lo correcto y la debilidad humana. En realidad, no había cometido ningún delito, pero no lograba impedir que un sentimiento de culpabilidad le recorriera el cuerpo. Aceleró su caminar y negando con la cabeza, obligó a su mente a olvidar el tema.

****

La escalera de caracol que unía la buhardilla con el resto de la casita de muñecas, había quedado perfectamente encuadrada. Inés dio dos pasos hacia atrás para observar la preciosa maqueta, pero lejos de sentirse orgullosa por su obra, se preguntaba dónde colocar aquel juguete que no servía para jugar.
Manuela interrumpió su pensamiento al entrar ruidosamente con la aspiradora en la habitación.

- Disculpe señora, no sabía que estaba aquí.
- Pase, pase Manuela ya he terminado. Por fin acabé la casita. ¿Qué le parece?
- Pues… muy bonita, pero…
- Pero ¿ qué?
- Pues que si quiere que le diga lo que pienso, es que...bueno que,.. la verdad es que lo que yo veo es una fuente de acumulación de pelusas y polvo. ¡Cómo si no tuviera ya suficiente con sus libros cómo para tener que perder más tiempo en limpiar cada una de las piececitas diminutas de la casita!
- De acuerdo, no hace falta que se ponga así. Veo que si no quiero estar escuchando todos los días sus quejas, debo regársela a alguien.

Salió de la biblioteca dejando a Manuela despotricando contra el polvo, los ácaros y la suciedad; llevaba sirviendo en su casa desde que sus hijos eran pequeños y su afán por la limpieza iba incrementándose con los años.
El día trascurrió tranquilo. Una comida ligera, y un café con leche delante del televisor escuchando las macabras noticias que cada día acaparaban los titulares de los informativos. Se preguntaba quien habría puesto de moda aquella forma de hacer los telediarios, donde más de la mitad del tiempo lo cubrían sucesos y la otra mitad el fútbol. Para Inés ese era uno de los factores que provocaban la incultura y el desconocimiento total en los temas importantes que afectaban al ciudadano. No había educación y la enseñanza quedaba en un segundo plano. Ante tal panorama prefirió, antes de ponerse de mal humor, cambiar al canal de los documentales y tras unos segundos se quedó dormida mientras los Leones atravesaban las llanuras del salvaje Serengeti.
Llegada la hora y tras una siesta reconfortante, se preparó para ir a casa de su amiga Loreto. La partida de bridge no perdonaba su ausencia.
Ese día las cartas no jugaban a su favor por lo que le tocaría a ella encargarse de la merienda de la próxima partida. Además, las conversaciones sobre los últimos achaques de salud, o las rupturas amorosas de determinados famosos, a Inés le resultaban de lo más aburrido, por lo que pensó abandonar la partida poniendo cualquier excusa.
Fue entonces cuando Aurora, una de las habituales de los martes, comentó la ternura que le había provocado su nieta al pedirle por Navidad su primer diario. La conversación se centró en los recuerdos de las cuatro mujeres, en la ilusión que les hacía sincerarse cada noche con su fiel amigo. Loreto relató episodios de su niñez : cuando conoció al chico del que creía estar enamorada, su primer día de colegio, cómo no soportaba a la que luego sería su mejor amiga, la repelente y perfecta Inés...
Risas de añoranza, y comentarios del pasado volvieron a volar por aquel salón.
Sin poder evitarlo, la mente de Inés dibujó el cuadernillo que había encontrado en la cafetería. Sirviéndose otra taza de té, lanzó al vuelo una pregunta : “Hablando de diarios... ¿Qué habéis hecho con los vuestros ? ”
Silencio y miradas de asombro fueron la primera respuesta de sus compañeras. La anfitriona rompió el hielo preguntándose en voz alta que habría sido del suyo. No sabía donde había ido a parar ese tesoro que con tanto celo escondía en el cajón de su ropa interior. Por el contrario, Aurora lo conservaba fielmente en su mesilla de noche. Comentó que cuando se sentía una vieja gruñona que no soportaba a sus nietas, releía sus líneas llena de desamores y faltas de ortografía. para darse cuenta de que ella, también un día fue niña.
Inés, nunca había escrito un diario, no por qué no tuviera, sino porque no le motivaba escribir sobre ella. La mejor manera que tenía para expresar lo que llevaba dentro, era a través la música.


El diario de tapas negras dominó aquella noche sus sueños. Un rostro de hombre afable, con fino bigote negro y ojos de azul intenso, sonría a una mujer con preciosos bucles rubios recogidos en la nuca con una orquilla de madera en forma de hoja.
Después, todo era oscuridad y sólo se escuchaban llantos.
Inés se despertó sofocada, con el corazón en la garganta y un sudor frío que le bañaba todo el cuerpo. Encendió la luz y controlando de temblor de sus manos, tomó su incondicional vaso de agua y dio un trago.
Intentó tranquilizarse y olvidar la pesadilla, pero la imagen de ese hombre no desaparecía y la curiosidad por el contenido del cuaderno se estaba convirtiendo en una obsesión.
La mañana se hizo esperar. Inés se había dado por vencida. Aquella batalla la había ganado el insomnio y ni siquiera la soporífera lectura de los clásicos pudo arrastrarla al mundo de los sueños.
Escucho el despertador de su nieta e instantes después el crujir de la puerta de su alcoba.
La imagen de una muchacha con el pelo enmarañado, los ojos medio cerrados y un pijama completamente negro, le hizo levantar la vista del libro.
Antes de que pudiera reaccionar, su nieta estaba metida en la cama , con sus pies fríos sobre ella pidiendo sin palabras que se los calentara.
- Buenos días, señorita ¿ Qué tal has dormido?
- Buenos días, abuela.Tengo mucho sueño. Paso de ir a clase. Me quedo aquí contigo.
- Me parece que no es buena idea. Tu abuela tiene muchas cosas que hacer y tú tienes que ir a la Facultad para convertirte en una mujer de provecho.
- ¡Joder abuela!¡ Qué pesada! no me sueltes el rollo de la educación, la incultura y la mala gestión del gobierno, que me lo sé de memoria.
- Oye niña, ¿qué es eso de contestar así a tu abuela?. ¡Qué falta de respeto! Acabas de darme una muestra de que tengo razón.
- ¡Valeee! Tienes razón, lo que tú digas, pero no me puedes negar que un pelín pesadita sí que eres...

Sonrisas acompañadas de un beso, pusieron fin a la conversación. Eva, se deslizó de entre las sábanas para ir directa a la cocina a preparar el café.

****

El frío intenso del mes de diciembre no fue un motivo suficiente para impulsar a Inés a dar el paso. Llevaba toda la mañana debatiéndose, preguntándose una y mil veces si debía ir a buscar el diario, o por el contrario, olvidar lo sucedido. Cada respuesta era distinta y su mente estaba saturada de argumentos a favor y en contra Por otro lado, la posibilidad más lógica era que ya no estuviera allí, que su dueño lo hubiera ido a buscar.
Por fin, frente a la cafetería, y con un nerviosismo impropio de una mujer de su edad, dudó si cruzar el umbral. Un atisbo de cordura surcó sus pensamientos y sonrió al recomponer la sucesión de estupideces, y de ideas sin sentido, que se habían estado gestando en su interior.
La humedad que empezaba a calar hasta los huesos, fue el detonante para entrar en el local. Caminó con paso firme hacia la barra y cerciorándose de que la mujer que estaba atendiendo, era diferente a la del día anterior, alzó su mano y con un gesto llamó a la camarera.
- Por casualidad ¿no habrá visto usted un cuadernillo de tapas oscuras del tamaño de una cuartilla? No es de gran valor, pero significa mucho para mí, y pensando en donde puede haberlo extraviado, recordé que ayer estuve aquí degustando su delicioso chocolate. ¿Sería tan amable de decirme si usted lo ha visto?

La camarera, sin dejar de mascar chicle, se agachó para tomar algo de debajo del mostrador.
- ¿ No será esto lo que busca?

La mirada de Inés se encendió como si una corriente de energía recorriera su cuerpo. Una sonrisa pobló su rostro y haciendo un gesto afirmativo, alargó sus manos para recoger el diario. Agradeció cortésmente a la empleada su amabilidad y salió de la cafetería con la satisfacción del triunfo.
Temblaba igual que una chiquilla ante aquel sin sentido que le alegraba el alma y le hacia revivir momentos de un pasado casi olvidado.
Caminaba deprisa, apretando su brazo contra el costado derecho para cerciorarse de que el bolso continuaba atrapado bajo él.
Las calles que distaban de la cafetería a su casa, se convertían en grandes avenidas, y los semáforos sólo lucían en color rojo. Casi sin aliento, llegó a su destino. Sin perder un segundo, se acomodó en la butaca de lectura disponiéndose a saborear cada palabra de la robada intimidad.
Con los nervios de quien va a abrir un regalo, introdujo la mano en su bolso y tomó el cuaderno. Acarició sus tapas y se quedó observándolo durante unos segundos. Acto seguido, se puso las gafas que el tiempo había obligado a interponer entre la lectura y sus ojos, y comenzó a leer.

Amada Elisa:
No se si saludarte, u omitir una pregunta que no puedes contestar. Una pregunta que no va a devolver el sonido de tu voz a mis sordos oídos.
Hoy hace tan sólo una semana que dejé tu cuerpo junto a tu familia. Te pido disculpas si te pareció una falta de compostura el no esperar a que la tierra cubriera tu fría morada, pero las lágrimas querían desbordarse de mis ojos, y cada palabra de pésame provocaba una punzada de dolor insoportable.
Musa mía, me has dejado, te has ido fugazmente. No hubo tiempo de un beso de despedida, de una mirada de adiós.
Envidio a Dios por tenerte cerca, y le maldigo por haberme arrebatado tu presencia.
Elisa, no quiero vivir si no estas, y soy demasiado cobarde para quietarme la vida, para acompañarte en el camino que has iniciado. Quiero creer a los médicos cuando dicen que fue sin sufrimiento, durmiendo como el ángel que eres, con la inocencia de una niña que estaba dispuesta a hacerse mujer.
Quiero creer que soñabas con nuestro futuro juntos, con ese Sí que pocas horas antes tus labios habían pronunciado, con esa repuesta que me hizo sentir el hombre mas afortunado de la Tierra.
Dejo la pluma sobre la mesa, pongo freno a mi escritura para oír tu voz rompiendo dulcemente el silencio. Cierro por instante los ojos para controlar las lágrimas y tu sonrisa lo invade todo.
¡Ay amada mía! Entre nosotros existe un vínculo más allá de lo terrenal, porque estoy convencido de que mientras continúe escribiéndote estas cartas, permaneceremos unidos en este Universo atemporal que estamos construyendo.

El corazón encogido de Inés comenzó a rememorar los penosos momentos que rodearon al fallecimiento de su esposo. Retrocedió 20 años, sintiendo el dolor de la perdida, el miedo que conlleva el empezar una nueva vida en solitario.
Volvió a la habitación de un hospital para escuchar el aviso de la sentencia de muerte.

La noticia del avance irreversible del cáncer de su marido, no pudo conseguir arrebatarle la esperanza de un cambio, de que toda aquella pesadilla pasara sin las consecuencias previstas. Hasta el último instante Inés continuó sonriendo, animando a su esposo para que no perdiera ese humor tan irónico del que hacia gala cada vez que las enfermeras entraban en la habitación.
El destino no cambió el rumbo y en dos meses, la viudez pasó a formar parte de su vida. A pesar de ello, Inés dejó de sonreír, porque de una forma u otra, nunca dejo de sentir la presencia de su esposo a su lado. Al igual que ella, aquel hombre se resistía a perder el contacto con su amada, no soportaba la realidad y la escritura era su la válvula de escape.
A medida que iba leyendo se construía un lazo de unión entre ambos. Eran dos desconocidos, dos adultos que habían afrontado una inevitable de una soledad prematura.
Inés cerró el cuadernillo para impedir que las lágrimas contenidas emborronaran su tinta.
No se sentía con ganas de seguir leyendo. Necesitaba un respiro, la amargura de los recuerdos le estaba oprimiendo el pecho. Guardó el diario bajo la almohada y respiró hondo para notar como el aire aliviaba su ahogo.
Miró el reloj para comprobar que su nieta estaba a punto de aparecer por la puerta y como si de un acto reflejo si se tratara, sonrió. Aquella noche necesitaba más que nunca su compañía.
Las historias de Eva, fueron el mejor tónico para el corazón de una anciana que se resistía a vivir de recuerdos. Esa juventud vivaracha y locuaz era la fuente de energía que necesitaba para conservar la mente en el presente.
Aquella noche Inés no volvió a abrir el diario, quería continuar con la sensación de bienestar que su nieta le había provocado. Apagó la luz y tras susurrar sus oraciones, se quedó dormida.
Los días siguientes trascurrieron sin ninguna novedad, tan sólo los momentos en los que se zambullía en el diario rompían la monotonía. Poco a poco aquel escritor anónimo se estaba convirtiendo en alguien muy cercano, tanto, que en ocasiones sin darse cuenta se encontraba hablando con él sobre las cosas de cada día.


****


Manuela limpiaba la plata al compás de la sonata nº13 de Wolfgang Amadeus Mozart. Tatareaba las notas casi en silencio. Le encantaba escuchar aquella música y ver como su señora no había perdido la destreza frente al piano.
Mientras ella sacaba brillo a las bandejas, Inés se encontraba muy lejos de allí. Volaba con cada compás y se perdía en el mundo de fantasía que recreaba al interpretar a su músico favorito.
De pronto, en su mente se mezclaron las letras de un poema con las notas que emitían sus manos. Entonces la pieza que había tocado mil veces, se convirtió en algo novedoso, único, en algo distinto a cualquier interpretación anterior. Paradójicamente, siendo la misma composición, el sonido que le llegaba a sus oídos era diferente.
Puso freno a sus manos, dejando pasar unos segundos para centrase en la extraña sensación que le invadía.
Manuela gruñó por el fin de la melodía, pero no obtuvo ninguna respuesta. Levantó la vista de su trabajo para comprobar que Inés ya no estaba delante del piano. Se había esfumado tan rápido, que no le había dado tiempo a traducir en palabras su protesta.
Inés estaba en su habitación, sentada en la cama, pasando rápidamente las páginas del diario en busca del poema. Lo sabía, estaba segura de que las palabras que habían irrumpido en su mente mientras tocaba, pertenecían al extraño.
Por fin lo encontró y comenzó a leerlo en voz alta a la vez que entonaba la pieza. Cada palabra coincida con el ritmo, cada coma indicaba las pausas, cada punto coincidida con el cambio de acorde.
Sonrió de pura perplejidad y salió lo más rápido que pudo hacia la sala de música. Manuela continuaba en el mismo sitio, sin entender la actitud de su señora.

- Manuela quiero que escuche esto, y que me diga que le parece.
- Bueno, pero ¿Por qué no continua con lo de antes? era precioso.
- Por favor, no me discuta y deme su opinión.

Manuela no estaba por la labor de dejar pasar la oportunidad de continuar con el diálogo, y es que, ni la mejor partitura podía satisfacerle tanto como una buena disputa. Pero Inés comenzó a tocar, por lo que tuvo que esperar para practicar su deporte favorito.
La voz quebrada de mujer, comenzó a entonar palabras que se coordinaban a la perfección con las notas. Una canción melancólica, llena de sentimiento inundaba la sala. Inés con las manos en el piano y la vista en el diario cantaba con la agilidad que da la experiencia. Manuela escuchaba atónita aquella música que vibraba por todo su cuerpo, haciéndole volar sin levantar los pies del suelo.
Cuando el silencio tomó el protagonismo de la escena, Manuela solo fue capaz de emitir un largo suspiro.
Inés giró el cuerpo hacia la posición donde se encontraba su público y preguntó

- Y bien ¿me puede decir que le ha parecido?
- Eh… no sé cómo explicarle... pero me gustado mucho. Con letra es más bonita todavía. ¿La ha escrito usted?
- No, ha sido... bueno no viene al caso. ¿ Se ha dado cuenta de la sincronización tan extraordinaria entre la música y las palabras?.
- Pues mire, yo ya sabe que de esto no entiendo mucho, pero sonar ha sonado muy bien.

Inés no esperaba una contestación experta sobre los aspectos técnicos de la composición. En realidad el había pedido opinión a Manuela por el mero hecho de que se encontraba en la habitación. No le hacían falta comentarios externos para saber que había descubierto algo más que una joya musical. No obstante, la pregunta sobre si había sido ella la que había escrito la letra le hizo pensar. Todo coincidida de una forma extraña: La partitura de su sonata favorita con ese poema. Ese preciso poema, el más optimista de los allí impresos, el que expresaba la casi aceptación de la perdida y el principio de una nueva vida.
Tomó el cuadernillo y abandonó la estancia con la mente llena de preguntas sin respuesta. No podía dar crédito a lo que acababa de vivir, se resistía a creer que fuera una mera coincidencia. Ella no creía en las casualidades, pero a lo mejor en este caso podía ser la mente la que le había jugado una mala pasada.
La voz de Manuela, interrumpió sus deliberaciones.

- Señora, ¿No iba usted a regalar la dichosa casita de muñecas? Porque ya empieza a estorbar. A ver, dígame ¿Dónde quiere que ponga ahora la plata?
- Manuela, por favor no grite. Hablare con mi hijo Jaime para que la guarde en su habitación de juegos.
- Lo digo porque me conozco el percal y al final …
- No se preocupe, esta misa tarde desaparecerá de su vista.

Sin dar más opción a continuar con la charla, de dio la vuelta y continuó camino a la alcoba. Necesitaba volver a leer ese poema, volver a sentir aquel baile sin movimiento, en definitiva, necesitaba más de la droga en la que se estaba convirtiendo aquel cuadernillo de tapas negras.


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