JAVIER PUEBLA

     
   

LA FAMILIA DE ALEJANDRO DE LA SOTA


Es jueves, diecisiete de octubre de dos mil trece. La temperatura ambiental es deliciosa, pienso mientras camino hacia el museo del ICO en el número 3 de la calle Zorrilla, a la espalda del congreso de los diputados. En mi despiste habitual pienso que me estoy dirigiendo a una conferencia: “Miguel Fisac y Alejandro de la Sota. Miradas en paralelo”, y sólo cuando llego al tres de Zorrilla y una azafata me repite tres veces que no, que no se trata de ninguna conferencia, sino de una exposición, vuelvo a leer la tarjeta con la convocatoria y, en efecto, no me queda otro alternativa que admitir mi error, dirigirme al principio del laberinto -fantástico- que es la sala de exposiciones del ICO, y antes de poder fijarme en nada me topar con mi primo Gabriel Mena Taylor, a quien aprecio especialmente, y parece que voy con él, avanzando por el laberinto en busca de una cerveza, cuando me doy cuenta de que estoy solo, y a mi izquierda leo una frase de mi tío Alejandro en la que explica la alegría que le produce charlar sobre arquitectura, alegría que rara vez se encuentra cuando simplemente se habla de la vida. Y sonrío, cabeceo aprobando sus palabras, llevándomelas a mi campo, la literatura, y pienso en mis amigos Matellanes o Lorenzo o Luis Alberto de Cuenca, todos ellos excelentes -y felices- conversadores cuando se convoca el tema literario. Ningún camarero de los que me cruzo lleva en su bandeja cerveza, así que me decanto por una copa de vino blanco, y me pongo delante de un plano firmado por mi tío, pero en ese momento, al levantar la copa para conducirla hasta los labios, descubro a mi primo más amigo: José, el benjamín de de los hijos de mi tío Alejandro y mi tía Sara, la prima hermana de mi madre, que también está en la exposición, junto a mi padre, ¡y mi hermano! Pero si también está mi bellísima prima Raquel, y su maravillosa madre, mi tía Maribel. Y entonces comprendo que no es el momento de fijarme en los dibujos o textos o planos, que no sólo no he venido a una conferencia, sino que tampoco estoy viendo una exposición, sino formando parte de algo que -en mi modestia y subjetividad- me parece infinitamente más importante e insólito. En compañía de mis padres y hermano voy señalando fotos que no he visto, pero he debido intuir porque las explico antes de mirarlas: mis tíos rodeados por sus seis hijos cuando eran niños, Alejandro de la Sota jovencísimo y con sombrero y en blanco y negro, o en bicicleta y con cara de genio feliz... Indudablemente el origen del maravilloso momento que estoy viviendo, es él, el celebrado y siempre fiel a sí mismo, arquitecto Alejandro de la Sota. Pero en mi opinión su mayor logro no es la embajada de París ni el gimnasio del colegio Maravillas, sino sus hijos, su familia. Son ellos, y especialmente Alejandro y José, aunque también mi feérica tía Sara, por supuesto, quienes han mantenido viva la memoria del padre, y logrado que perdure en el tiempo su indudable talento. No hay edificio comparable al amor, la calidad personal y el respeto; y en ese diseño -creo- consiguió el genial arquitecto el mayor de los éxitos.


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