SUSANA MARTÍNEZ
PUENTES
Susana ha sido una de
las últimas incorporaciones al barco-taller. En
apenas tres semanas comenzó a soltarse. Minuciosa
e interesante. A continuación el primer esbozo
de lo que serán:
LAS AVENTURAS
Y DESVENTURAS DE PALOMA

LA IMPORTANCIA DE SER LA MAYOR
Era sábado y, como siempre, le tocaba a Paloma
acompañar a su madre a la compra. Protestó
por tener que ser ella, y no Juan ni María, quien
dejase de jugar para ir al mercado. De nada le sirvió
rezongar pues su madre le grito: “¡Venga nena
coge la bolsa y vámonos!”. Caminaron en silencio
hasta que Paloma enfadada le pregunto por qué siempre
le tocaba a ella y su madre le contesto que era la mayor.
Odiaba ser la mayor.
No soportaba aquella mezcla de olores, el griterío
de los vendedores y, sobre todo, pedir la vez y esperar
el turno. Pues, realmente, esa era la verdadera razón
por la que iba; esperar mientras mamá compraba
en otro puesto, era aburridísimo. Odiaba el mercado.
Además, le venía el recuerdo borroso de
cuando, siendo más pequeña, se perdió.
En una habitación muy oscura estuvo llorando mientras
unos señores le preguntaban su nombre y la edad.
Los hombres le dijeron que si su mamá no la recogía
tendría que quedarse allí y comer judías
con ellos. Apareció la madre sofocada y Paloma
suspiro aliviada, odiaba las judías.
Ya se iban cuando, de repente, la madre recordó
que tenía que comprar huevos. Paloma resopló
y soltó un sonoro “¡Jooooo!”.
En la huevería, en un cajón, un montón
de pollitos amarillos piaban como locos. El pollero regalaba
uno con la docena de huevos. La madre dijo que no pero
la niña le suplicó para que aceptase y al
final salieron del mercado con un pollito en un cucurucho
de papel. Su madre le aconsejó que no se encariñase,
era muy pequeño y seguramente moriría.
Al llegar a casa hubo cierto revuelo, Juan y María
querían coger al pollito, pero Paloma de forma
tajante se lo impidió. Era suyo. Pequeñín,
así le bautizó; corría por el pasillo
manchando de caca el suelo encerado, la madre protestó
y Paloma decidió hacerle una casita. Buscó
una caja de zapatos, agujereó la tapa y en una
cacerolita de juguete le puso una galleta rallada con
agua. Cuando llegó su padre y vio al nuevo inquilino
dijo lo mismo que su madre: “No aguanta”.
Pero Paloma estaba entusiasmada con su Pequeñín
que la seguía a todas partes piando. Era gracioso,
suave y olía dulce, a galleta. Por la noche, tras
besarle varias veces, lo dejó arropadito con un
trozo de tela dentro de la caja, le puso la tapa y allí
quedó Pequeñín, solito en la cocina.
Desde su habitación le oía piar, tentada
estuvo de levantarse y llevarlo a la cama pero recordó
lo que manchaba y desistió, al rato, se quedó
dormida.
Al día siguiente Pequeñín estaba
medio muerto. Todos los mayores decían lo mismo:
“Le falta calor”. Paloma se lo metió
entre las ropas para darle ese calor pero Pequeñín
no reaccionaba. La niña apenada lloraba y su padre
la consoló haciéndole partícipe de
una estupenda idea: “Mira, voy a hacer un agujero
en un lateral de la caja para colocar una bombilla encendida”.
Dejaron el invento sobre la mesa con Pequeñín
tumbado y se fueron a comer odiosas judías. Paloma,
esta vez, no protestó por el menú sólo
deseaba que Pequeñín se recuperase. Al terminar,
corrió a la cocina y lo encontró saltando
vivaracho por la caja. Desde el salón, donde jugaba
con sus hermanos, le oía piar hasta que un extraño
silencio la hizo abandonar el juego y salir corriendo.
Fue horrible encontrarle en el suelo, sin vida. Había
salido por el agujero, demasiado ancho, donde estaba la
bombilla y calló desde la mesa. Paloma lo cogió.
Aún estaba calentito y olía a galleta. Se
despidió de Pequeñín con lágrimas
y un beso. Sin embargo, por primera vez, deseó
que llegase el sábado para ir al mercado y que
su madre la eligiese a ella por ser la mayor.
“UNA BOFETADA PERFECTA”
La puerta de la clase se abre y tras ésta asoma
la directora: “Por favor, Paloma y Juan, salid un
momento”. Los niños sorprendidos obedecen.
En el pasillo se encuentra su madre, nerviosa. Primero
le pregunta a Juan: “¿Qué has hecho
al salir al recreo?”. Juan contesta que se comió
el bocadillo y jugó hasta entrar de nuevo a clase.
“Y ¿tú?”; interroga a Paloma.
La niña, extrañada le dice que lo mismo
de siempre. “Vale, pero ¿qué has hecho
hoy?”; repite un tanto angustiada. Paloma responde
que al salir al recreo se dirigió a casa. Como
no había nadie le abrió la vecina; entró
en el baño, hizo pis, se lavó las manos,
cogió el bocadillo y volvió a clase. “¿Fuiste
sola?”. “No, me acompañó Alicia”.
La madre y la directora se miran. Ésta manda a
los niños de nuevo al aula, les pide que no comenten
nada, y le digan a Alicia que salga. Al rato entra la
chica sonriente.
Terminadas las clases matinales Juan y Paloma corren a
casa. Nadie les ha explicado qué ha ocurrido en
el pasillo del colegio y sienten curiosidad. Entran preguntando
a la madre insistentemente pero ésta se muestra
seria; les manda poner la mesa, cuando llegue su padre
lo comentaran en la comida. El padre tarda en llegar y
los niños impacientes vuelven a preguntar. La madre
explica: “Seguramente, papá se habrá
pasado por el colegio para hablar con la directora; le
llamé por teléfono para contárselo”.
Por fin llega el padre y tras dejar las llaves, lavarse
las manos y sentarse a comer; les relata lo sucedido.
“Esta mañana mientras Paloma entró
en el baño, su compañera Alicia, le cogió
del monedero a mamá mil pesetas. Acabo de pasar
por el colegio y la madre de Alicia me ha devuelto el
dinero. Dice que la reprenderá…, la abuela
le mal cría a la chica. Ella está todo el
día fuera de casa trabajando… Se ha echado
a llorar. Le he dicho que no se preocupe que son cosas
de críos”. Pero Juan no queda conforme y
quiere detalles: “¿No la van a expulsar del
colegio por ladrona?”. El padre sonríe y
niega con la cabeza. Es más, mirándoles
fijamente, les aconseja que de todo esto no digan una
palabra a los demás compañeros ni lo comenten
con nadie. La madre continúa: “No me gusta
esa chica… cuando confesó ante la directora
ni siquiera lloró, no mostró arrepentimiento,
se limito a decir que su madre devolvería el dinero,
es una consentida; no le vendría mal una bofetada”.
Paloma repasa mentalmente los sucesos en los que no reparó
y ahora son evidencias del hurto cometido. Bajando por
la escalera Alicia se detuvo colocándose el calcetín;
luego paró frente a la farmacia y se empeñó
en comprar un inhalador Vicks, sin estar resfriada. Lo
pesada que se puso ofreciéndole un regalo: “¿Quieres
unas gominolas? te lo pago yo”. Menos mal que no
aceptó. Y, al final, sacó las mil pesetas
del calcetín para pagar. Paloma se siente como
una tonta. Se ha burlado de su confianza. Le gustaría
decirle a Alicia lo que piensa pero, su padre lo ha dejado
claro, nada de remover lo sucedido. Sin embargo, la situación
le parece extraña ¿cómo se comportará
Alicia cuando se vuelvan a ver? A lo mejor le pide disculpas,
al fin y al cabo los primeros acusados del robo fueron
su hermano y ella. Pronto lo sabrá.
A las tres menos cinco, como casi todas las tardes, Alicia
espera a Paloma en la esquina para entrar juntas a clase.
Se saludan con un escueto “Hola”. Alicia es
la de siempre. Habla de las fotos de cantantes; de lo
guapo que está Jaime, el chico que le gusta. De
lo ocurrido por la mañana ni disculpas, ni perdón,
ni nada. Paloma no entiende cómo puede estar tan
tranquila, sin importarle sus sentimientos. La odia por
ser tan creída y le enfurece no poder decírselo
a la cara. Durante las dos horas de clase Alicia le intenta
utilizar con sus estúpidas notitas de amor para
Jaime pero, a diferencia de otros días, Paloma
se hace la despistada.
Terminan las clases. Se ha formado un corrillo a la salida.
Alicia grita: “¡Vamos alguien se está
pegando!”. Al acercarse Paloma descubre a su hermano
Juan en el suelo y sobre él a Jaime, cogiéndole
del cuello. Se queda paralizada, no le gustan las peleas
y siempre se aleja pero, esta vez, debe defender a su
hermano. Alicia jalea: “¡Venga Jaime dale
fuerte!”. Al escucharlo Paloma suelta la cartera
coge una gran piedra del suelo y se pone tras Jaime gritándole:
“¡Como no sueltes a mi hermano te la tiro
en la espalda!”. Jaime mira de reojo y la insulta:
“Vete de aquí gilipollas”. Hay un gran
alboroto de gritos, polvo, sangre… Su hermano está
sangrando por la nariz y ella tiene que cumplir lo dicho,
de lo contrario todos pensaran que es una cobarde. Consciente
del daño que ocasionará a Jaime mira a su
alrededor y ve a Alicia que le pide que no lo haga. Entonces
Paloma siente un nudo en el estómago, el corazón
palpitando desbocado y la respiración agitada.
Nota los brazos tomando impulso hacia atrás y luego
hacia delante para soltar la gran piedra sobre la espalda
de Jaime. El chico cae hacia un lado y se retuerce de
dolor. Paloma excitada recoge su cartera; ayuda a su hermano
a levantarse y le sacude la ropa. Jaime aúlla revolcándose
por el suelo. Alguien comenta que le ha partido la columna.
Paloma se vuelve a mirar y descubre a Alicia, que junto
a otros chicos, intentan calmarle.
De camino a casa los dos hermanos se ponen de acuerdo,
Juan se ha resbalado y golpeado en la nariz. Es lo que
dicen cuando la madre se interesa por el estado lamentable
del niño. Esa tarde ninguno quiere bajar a la calle
a jugar. Miran por la ventana mientras meriendan y ven
pasar a Jaime cojeando. Juan se ríe y Paloma suspira,
no le ha roto la columna. Pregunta a su hermano el motivo
de la pelea. El chico le explica que, a la salida de clase,
por la mañana, como no se entretuvieron no se enteraron
de que Alicia, al ser preguntada por los compañeros
del por qué les habían mandado salir al
pasillo, les dijo a todos que ellos le habían robado
a su madre; y Jaime le había estado llamando ladrón.
Como su padre dijo que no contasen nada pues no aguantó
más, le dio un puñetazo, y así empezó
la pelea.
Al día siguiente, a las nueve menos cinco de la
mañana y como de costumbre, Alicia espera en la
esquina. Está acompañada de Jaime. Éste,
al ver a los dos hermanos, sale corriendo. Alicia sonriente
saluda: “Buenos días” y Paloma, sin
abrir la boca, le suelta una bofetada perfecta.
¡VAYA NOCHECITA DE MONSTRUOS!
Juan, con la cartera bajo el brazo, entra corriendo en
la casa, directo hacia su habitación. La madre,
desde la cocina, le frena en seco: “Ni se te ocurra;
he limpiado y cambiado las sabanas. Mañana viene
la abuela a pasar unos días. Dormirá en
tu cuarto. También he sacado tus cachivaches, los
he dejado en la terraza”. La madre espera las quejas
del chico, como de costumbre, en esa situación.
Pero, al muchacho, tan sólo le interesa su caja
de chapas y el balón; los busca en la terraza.
“Entonces ¿tengo que dejar mis cosas y hacer
los deberes en la habitación de las chicas?”.
“Sí, por cierto, ¿dónde están
tus hermanas; como es que no han subido contigo?”.
“Están abajo, Paloma y sus amigas, hablando
de tonterías y María, embobada, escuchando.
Bueno, voy a hacer los deberes antes de que lleguen. Porfa,
mami ¿me dejas merendar en el cuarto?”. “Vale”.
A la madre no le gusta que merienden mientras hacen la
tarea y, menos aún, que lo hagan en la habitación.
Media hora después sale. Antes de que su madre
le interrogue, Juan contesta: “Ya he hecho los deberes,
tenía pocos; no he manchado nada y he dejado todo…
recogido, me bajo un rato”. “De acuerdo, pero
no botes el balón en casa; hoy ha vuelto a quejarse…”.
“Vale, ya sé, la bruja”. Al salir Juan,
entran María y Paloma; le oyen insultar a la vecina
de abajo.
“Qué, ¿otra vez, doña Úrsula
protestando?”, “Es una vieja gruñona”,
comentan las chicas. “No habléis así
de la pobre mujer, es mayor, cualquier ruido le altera;
además, estos pisos parecen de papel. Y, vosotras
¿Por qué habéis tardado tanto?”.
La pequeña corre hacia su madre y, con los ojos
muy abiertos, le susurra al oído: “Paloma
y sus amigas hablaban de monstruos”. La mayor lo
ha oído y corrige: “Mentira, hablábamos
de zombis”. “Pero tu amiga, Pilar, dice que
son esqueletos con gusanos en la cara, que escarban la
tierra de las tumbas y salen por la noche y, eso, son
monstruos”. “No, no son monstruos, son muertos
vivientes”. “Paloma hija, vaya conversación…
delante de la niña”. “Yo no tengo la
culpa, siempre anda detrás de mí”.
Juan llega sudoroso y la madre le manda al baño,
el niño obedece; al rato sale y cena. Dice estar
muy cansado y se acuesta. La madre está sorprendida
por lo bien que se ha portado el chico. Paloma pregunta
por qué entra en su habitación. “Juan
dormirá en la cama de María, mañana
viene la abuela. Y vosotras, daos prisa en cenar, a ver
si cuando venga vuestro padre estáis los tres acostados
y nosotros podemos… hablar tranquilos”. Paloma
mira de reojo, “hablar tranquilos” significa
que cerraran la puerta, echaran el cerrojo, y se oirán
risitas. Los padres cenan en la cocina. Al rato, efectivamente,
entran en su cuarto y echan el pestillo. La casa queda
a oscuras y en silencio.
Los continuos movimientos de María despiertan a
Paloma: “¿Qué te pasa María?”.
La pequeña susurra: “Creo que hay un monstruo
escarbando en el suelo, debajo de la cama de Juan, se
oyen ruiditos”. La chica mayor le tranquiliza: “Imposible,
debajo vive doña Úrsula”. “Pero,
Paloma, igual se ha convertido en un zombi… como
es tan vieja”. “Es vieja pero no está
muerta, duérmete…”. Paloma cierra los
ojos, seguramente, lo que ha oído su hermana es
a sus padres “hablando tranquilos”. Sin embargo,
María tiene razón. Percibe un “ras,
ras, ras”, seguido de otro sonido conocido pero
que, en ese momento, no identifica…, proviene de
debajo de la cama del niño que, ajeno al cuchicheo
de las hermanas, duerme. El padre sale de su habitación.
María aprovecha el momento y llama, no muy alto:
“¡Papá…, mamá!..”.
La silueta de los padres, con el pelo revuelto, se recorta
en el umbral de la puerta. “¿Qué pasa?”.
La pequeña, muy excitada, señala bajo la
cama del hermano: “¡Hay un monstruo!”.
El padre enciende la luz de la mesilla. Se agacha y descubre
la caja de chapas de Juan, que despierta en ese momento,
“Eso es mío”. Paloma, dando un respingo,
exclama convencida: “¡Claro, las chapas moviéndose…
ese era el sonido!”. La madre levanta la tapa, da
un alarido y suelta la caja. Cae provocando un estrepitoso
ruido de chapas contra el suelo; rueda un trozo de pan
con chorizo y algo sale corriendo. “¡Un ratón!”.
Grita la madre histérica. El padre sale tras el
roedor; se oye un porrazo seguido de un “¡Ay!”.
Luego, maldiciones, otro golpe y un “¡Ya está!”.
Mientras la madre recoge las chapas desperdigadas junto
al trozo de merienda; clava la mirada en su hijo murmurando:
“Ya me extrañaba a mí, tanta formalidad”.
Juan trata de explicar que es una cría de hámster
que le han regalado. Pero el padre, frotándose
la rodilla, le manda callar. De repente, cuatro golpes
secos aterran a los hermanos: “¡¡El
zombi!!”. Una vocecita enfurecida se filtra desde
el piso de abajo: “¡Qué coño
zombi… soy doña Úrsula y vaya nochecita
que me estáis dando, monstruos, que sois unos monstruos!”.
UN FELIZ Y MÁGICO DÍA
“¡Venga, arriba chicas… hay que levantarse!”.
Levantarse para ¿qué? Ayudar en casa, hacer
los deberes… ¡Qué aburrimiento! Además,
le duele la tripa. Paloma se abraza a la almohada. Mira
el libro que reposa en la mesilla… Lo odia. Se lo
ha dejado Carolina, también la odia. “Me
ha gustado mucho. Narra las peripecias de un grupo de
amigos que se juntan durante las vacaciones en un pueblo
de la costa. Una de las chicas esta enamoradísima
de un chico de la pandilla y él de ella, pero ninguno
se atreve a dar el primer paso; al final… bueno,
mejor, léelo. Te va a encantar.”
Paloma no comprende por qué le tiene que encantar;
no se siente identificada con ninguno de los personajes.
Ni tiene pandilla de amigos, ni veranea en la costa, es
más, ni pueblo a donde ir en verano. Pero, lo peor
de todo es que, Carlos, su amor platónico, secreto
que sólo conoce su Diario; la ignora. Paloma sabe
que su amado está loco por Carolina. Se lo ha dicho
su hermano que es amigo del hermano de Carlos. Él,
es mayor y le atraen las chicas con cuerpo de mujer, como
el de Carolina, con unas enormes tetas. Por eso, es imposible
que repare en ella… está más lisa
que una tabla de planchar. No, no quiere levantarse, su
vida es decepcionante... sin pueblo costero, sin pandilla,
sin amor y sin tetas. De repente, la sinfonía de
“El nuevo mundo” invade todos los rincones
de la habitación. Se tapa la cabeza con la almohada.
Los fines de semana su padre les tortura con música
clásica. Según él, amanecer con Dvorak,
Beethoven o Mozart, predispone a pasar un día feliz
y mágico.
“¡Vamos Paloma, levántate ya!”,
“no me encuentro bien…, me duele la tripa”;
“Ya, el viejo truco…”. Pero… ¡Horror,
las sábanas manchadas! Llama, gritando, a su madre;
que acude seguida de la abuela, María, Juan y el
padre. La madre sonríe, la abuela se santigua y
su padre saca a los hermanos de la habitación.
Paloma sabe qué le ocurre, no obstante, se siente
extraña, incómoda y dolorida.
Tras un maternal y desconcertante sermón, sobre
el ciclo menstrual, lo único que saca en conclusión
es que, a partir de ese momento, debe mantenerse alejada
de los chicos. Son peligrosos. “Pero… ¿por
qué?”. “Porque tu cuerpo va a experimentar
cambios… los pechos, las caderas, las piernas; te
irás transformando…”. Paloma se pierde
en su imaginación: Jolín, ni que me fuese
a convertir en la novia de Frankenstein. La abuela pone
un dramático punto final: “¡Ay, hija!
Las mujeres sólo vivimos para sufrir”
Durante la comida el padre propone un brindis: “¡Por
Paloma, toda una mujercita!”. Todos ríen,
sin embargo, a ella, no le hace gracia, se siente avergonzada.
Sus hermanos cuchichean y corean divertidos: “¡A
Paloma le gusta Carlos, a Paloma le gusta Carlos!..”
Lo que faltaba. Los energúmenos han curioseado
en su Diario.
Por la tarde sale a pasear con la odiada Carolina. Le
comenta la novedad. La amiga le confiesa que a ella le
pasó, eso, hace dos años. Paloma reflexiona:
quizás su padre tenga razón y la música
clásica surte efecto. Es un día feliz y
mágico; en dos años, estará en un
nuevo mundo, tendrá tetas con las que atraer al
amado, y peligroso, Carlos.