Terremoto, relato 182 de EL AÑO DEL CAZADOR, actualizado para ser publicado en Cambi16 y en La Opinión de Murcia en enero de 2006.
Terremoto


El plato de cobre está colgado en el centro de la pared, entre la cocina y la mesa. Es lo primero que se mueve. El primer lugar dónde puede percibirse la vibración. Antes de que comience a balancearse la lámpara del techo. Mucho antes de que la mesa se convulsione del tal modo que el jarrón que hay sobre la misma no pueda soportarlo y caiga al suelo, haciéndose pedazos.
El temblor apenas dura cuatro o cinco minutos. Tiempo suficiente para que bailen todos los muebles y objetos de la casa, para que la cocina de tres fuegos y horno incorporado, tras liberarse del yugo de goma que la une a la botella de butano, avance hasta bloquear la entrada de la vivienda. La cocina impide que Zulema, tras los cuarenta minutos de autobús que separan Acapulco de Pie de la Cuesta, no pueda entrar en su modesta casita y se quede de pie, mirando al cielo teñido de rosa y rojo atardecer. Imposible abrir la puerta de chapa pintada. A Zulema lo que sucede no le produce extrañeza, ya está habituada, sólo cansancio cuando se ve obligada a apoyar el hombro contra la chapa y a cargar con toda sus fuerzas hasta conseguir que la puerta se abra los centímetros necesarios para permitirle entrar en su casa. Su casa. Contempla sin pasión el jarrón hecho añicos, irrecuperable. La vajilla desperdigada entre la pila y el suelo: algunas tazas y platos se podrán reparar con trabajo y paciencia. Aparta de una patada impaciente las revistas caídas al pie del sofá. El sofá, que ahora ocupa el puesto, y coquetea con la botella de butano, destinado a la cocina de tres fuegos.
Respira hondo. Al borde del agotamiento. Viene de una jornada de diez horas en la que ha limpiado, como cada día, dos casas y una oficina. Entra en el dormitorio y sonríe -la primera sonrisa- al comprobar que el ángel de la guarda, a pesar de que la cama ha bailado como el resto de los muebles de la casa, ha caído sobre la almohada y sigue intacto. Lo coge con cuidado y vuelve a colgarlo de la alcayata de hierro mohoso, que se estremece al recibir el peso, pues la grieta que nace del techo está a punto de alcanzarla. Al ángel le sigue la cama, la mesilla, la lámpara (a la que apenas se le ha abollado un poco la pantalla)...
Zulema se mueve con diligencia. Olvidada de su agotamiento. Enciende el grupo electrógeno colocado en el patio. La bombilla del techo no se ha fundido. Bajo su luz parpadeante Zulema barre los restos del jarrón. Tira los platos, vasos y tazas irrecuperables. Pega con el adhesivo que ha cogido esa misma tarde de la oficina junto a un puñado de bolígrafos y rotuladores, cuanto aún puede salvarse. Trabaja y trabaja. Hasta que todos los objetos y muebles que han sobrevivido retornan al sitio que ocupaban antes de que la tierra temblara. Ni siquiera ha encendido la radio. Sólo advierte su silencio -el silencio de la radio callada- cuando termina de poner paz y orden en la casita arrasada. Y ya no va a encender el aparato. Ni siquiera sabe que programa echan a esa hora. Es muy tarde. Pronto amanecerá.

Amanecerá. Todo el cansancio acumulado se le echa encima de golpe. El cansancio de años y años limpiado casas y oficinas, aguantando terremotos.
Cae como una piedra sobre la cama. Intentando no pensar que dentro de un par de horas tendrá que sacar fuerzas de dónde no las hay para levantarse, desayunar y regresar a la ciudad lejana. Enseguida pierde la consciencia.
Más desmayada que dormida.

Nada advierte cuando el plato de cobre labrado de estrellas del salón comienza a titilar. Ni cuando empiezan a avanzar, hasta chocar el uno contra la otra, el sofá y la cocina de tres fuegos con horno incorporado. Ni siquiera escucha el estruendo cuando la cocina, derrotada, cae de lado contra el suelo.
Zulema sigue dormida, profundamente dormida y desmayada, cuando la tierra, desatada, comienza a agitar todas las paredes de la casa. La tierra terrible, que abre su boca enorme y negra bajo la pequeña cama de patas metálicas y, de un sólo bocado, se la traga.

 

 

 

 

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