DIARIOWEB DE JAVIER PUEBLA ÚLTIMO TRIMESTRE 2007 (septiembre-diciembre) (desde 2005 en Internet; Hemingway nunca tuvo uno igual)

Bienvenido, curioso lector inernauta a ....
-MI VIDA LITERARIA-

(Para este cuatrimestre he elegido poner como fondo de pantalla en mi ordenador la misma foto que utilizo para la publicidad del taller literario de este año. Me la hice en Galicia, un día de este verano en el que fui feliz. La tengo para mirarla mientras recuerdo el genial poema de Luis Alberto de Cuenca titulado Optimismo y que termina así: que tu ejemplo en la vida sea siempre lo que gozaste, no el sufrimiento.)


(ÚLTIMA ANOTACIÓN)

“Siempre es mejor el día anterior a la batalla que el siguiente; aunque se venza. (La expectativa)”
De Sosiego, mi antilibro, tan querido como impublicable.

10 septiembre 007

Septiembre, cuando el año comienza de verdad para gran cabreo -imagino- del calendario oficial. Septiembre. 007. Sentado ante mi ordenador y de nuevo conectado al mundo, a la web, sonrío. La nueva película, ladies and gentleman, va a empezar.


¿QUÉ HACE UN ESCRITOR CUANDO ESTÁ DE VACACIONES?
Escribir, claro. Al menos yo, cuando estoy de vacaciones me dedico a hacer lo que más me gusta, es decir: escribir, igual -pero diferente en temas, ritmos y matices- que cuando no estoy de vacaciones.
Durante dos meses breves como suspiros, dos meses-suspiro, he estado retirado del mundo, nada de presentaciones literarias, cenas y comidas político-literarias (esa es otra historia), apartado de la actualidad del mundillo, mirando con desconfianza la pantalla del móvil si aparecía la llamada de algún editor (¡así no se va a ninguna parte, Javier Puebla!), sin actualizar la web, ni enviar correos electrónicos... En suma: salvaje, prístino y libre. Más o menos. Porque he seguido bien pegadito al ordenador, que durante estos dos meses, ha cambiado de condición, más amigo íntimo que pasarela para comunicarse con el mundo. Y ¿cómo sucedió?
De un modo casi mágico, no solicitado. De repente, a principios de julio se hizo el silencio a mi alrededor: nadie me llamaba, requería o necesitaba; y la novela que comencé en abril de 2006 sonaba tan clara en mi cabeza como si tuviera unos auriculares clavados en las orejas. Así que, ¿por qué no? Podía intentarlo. Además el proyecto, que hace un año me parecía dificilísimo, había cambiado y lo único que tenía que hacer era escucharlo con atención y teclear con la misma atención lo que escuchaba (la segunda novela consecutiva en la que me sucede algo así; o alguien me ha regalado una suscripción a radiomusas sin que yo me entere o he encontrado el punto G de la creación literaria o mi optimismo llega a niveles tan excesivos que soy capaz de creer que me pasan esas cosas; a todo junto, ¿quién sabe? Ha quedado bien, creo. Aún estoy corregiendo, pero ya es más difícil dedicarse únicamente a “escuchar con atención” la novela, porque el mundo ha comenzado a subir su volumen y ya ni con auriculares y a las cuatro de la noche se escucha Radiomusas con demasiada claridad, pero el primer borrador, 340 páginas que quizá crezcan todavía un poco, tiendo a escribir de menos, ya está acabado, así que me puedo relajar un poco, volver a ver gente, enterarme de que Rafael Reig ha dejado su brillante sección en El Cultural de El Mundo (era lo mejor del suplemento, lo primero que leía siempre; su último artículo-sentencia dedicado a él mismo no tenía desperdicio, y me dice uno de los editores que llaman a mi móvil, y que ya descuelgo, que le ha fichado el nuevo periódico que está a punto de desembarcar en los kioscos), convocar a mis Tripulantes, mis escritores, mis alumnos, para el nuevo curso y los diversos libros que iremos publicando...., resumiendo de nuevo: volver a la vida literal y literaria y abandonar mi amada ficción (o al menos no respirar sólo para ella), lo cual agradecerán, espero, quienes me conocen porque cuando se vive a lo Santa Teresa, sin vivir en mí, porque estás colgado de un universo que únicamente existe para ti y que no se puede compartir, se paga un precio: los viejos amigos que me encontraba en los bares o paseando (mi vicio favorito) resultaban menos intensos, y también menos conocidos, que los personajes: Marisa Ramón, la señora Stillman, Jean Claude... Pero con nadie podía charlar de verdad sobre esas vidas imaginarias, en revelación (con v) creciente de la señora Stillman o el escurridizo El Hadj Ibn Karim Kadiri, y como de nada más sabía, en nada más estaba interesado realmente, poco podía aportar a las conversaciones en las que me veía implicado; sin duda Javier Puebla era la persona más aburrida, o al menos una de las más aburridas (no es cuestión de ser más que nadie en nada), que cualquiera pudiese echarse a la cara como interlocutor. Sólo una noticia real, la muerte de mi amigo Camilo Alonso-Vega de la que me enteré en julio, cuando estaba en Galicia, logró sacarme del proceso que unos días de ese proceso que idealmente sólo debería interrumpir el sueño, (according to Patricia Highsmith). Supongo que todavía no he recuperado el swing, aunque ya sí el swinn, to swinn (estoy inglesizado perdido, habrá que mirarlo, o no, ¡vivan los barbarismos!).
En cualquier caso es septiembre, mediados, hace más calor que en agosto, Umbral se ha muerto y yo lo lamento cero (no me caía bien, supongo que no han pegado más patadas -como él hizo con Cela en su momento- al cadáver porque o no merecía la pena o da pereza hacerlo en zapatillas de verano, Emma Penella, queridísima ella sí, ha muerto, Polanco ha muerto (ni fú ni fá para este humilde cronista), Pavarotti ha muerto..., pero sobre todo, para mí, este verano quien murió, murió para mí, insisto, para mí de verdad porque le conocía, le quería y era mi amigo, un buen amigo, fue Camilo Alonso-Vega, que me invitó a dar varias conferencias en Hong-Kong en primavera, y las di pero no llegué a verle porque acababa de entrar en la UVI, y esa es la única muerte que me duele de verdad, incluso más que la de la Penella, que se portó conmigo como una madre cuando yo era un reportero debutante en Diario16 pero a quien llevaba veinte años sin ver. Camilo Alonso-Vega, diplomática de carrera, cónsul general de España en Hong-Kong (y antes en mil sitios), persona de inteligencia y sensibilidad inhabituales, dolor que aún tengo en el corazón y por el que voy a permitirme cerrar esta breve crónica after-hollydays, con un relato corto y un torpe, aunque la intención era buena, montaje fotográfico, en su memoria. Memoria que seguirá viva mientras yo, y otros muchos, aún estemos por aquí dando guerra, haciendo lo que creemos debemos de hacer..., como si valiera para algo. Va por ti, Camilo Alonso-Vega, por ti y tu pequeña familia.

 

 

DÉJALO QUE SE VAYA

Déjalo ya, déjalo que se vaya. A los once años se saben y pueden decir cosas que en la edad adulta se olvidan o no se pueden decir porque sobrepasan las fronteras de la lógica. Déjalo que se vaya, mamá, déjalo ya. Y la madre mira a la niña desde lo más hondo de sus ojos secos de lágrimas y anegados de dolor. Más de cuatro meses en la unidad de cuidados intensivos, primero en un país lejano, Hong Kong, y las últimas semanas ya en casa, cerca de los suyos. Déjalo que se vaya. Nur, la niña sabe, igual que Malika, su madre, sabe, que Camilo, el padre, el esposo, sigue aferrado -apenas con las yemas de los dedos- a la vida por ellas, para no abandonarlas y dejarlas solas. Pero es demasiado sufrimiento, las yemas de los dedos han cedido y es el mismísimo hueso el que se cierne sobre el delgado hilo que le mantiene entre los vivos. Déjalo que se vaya. La niña me ha dicho que te deje ir, Camilo; y yo… te dejo ir. Malika, su amiga, su mujer, su amante, su niña antes de que viniese al mundo la otra niña, le coge la mano por última vez. Y Camilo Alonso-Vega siente el contacto de otra piel en su piel ya casi transparente por última vez. Por última vez.

 

“Un buen viajero no tiene planes fijos, ni está empeñado en llegar a parte alguna. Un buen artista permite que su intuición le guíe hacia donde quiera (Y LUEGO OBSERVA DONDE HA LLEGADO CON SUS OJOS NUEVOS DE EXTRANJERO).
Lao Tse, Tao Te Ching (excepto las mayúsculas que son de quien escribe esta página viajera; a veces hasta artística)

17 de septiembre

HACER DOS COSAS BIEN A LA VEZ
Para mí es algo vedado, pero lo intento, humildemente una y otra vez lo intento: hacer al menos una cosa bien, otra regular, y las demás... como salgan y se pueda, sin planes fijos que diría Lao Tse en su Tao.
En cualquier caso durante este mes lo que voy a intentar hacer bien, y además pasándomelo muy bien, es volver a utilizar mi traje de editor, mi disfraz de hombre ejecutivo y empresario que, poco a poco (porque sólo lo utilizo cuando es imprescindible) me está empezando a gustar.

 

“Es estupendo que te ame un neurótico, da seguridad”
Claudio Magris, Así que Usted comprenderá

LA RENTRÉE LITERARIA, SIN ANA KUNTZ

Comienza el baile. Perezosamente comienza el baile. Sentados comienza el baile. Comiendocomienza el baile. Comienza con editores, directores generales, presidentes y directores de revistas y periódicos, autores que van a publicar conmigo y autores que van a publicar en pequeñas y grandes editoriales y que, sin embargo, necesitan una manita de este humildísimo cronista para ultimar algún detalle. El primer baile, literario y sentado y con comida, fue el lunes, en una “carnicería” de General Pardiñas y en compañía de Miguel Ángel Matellanes, con quien estuve, es buen conversador, más de cinco horas, de postre cayeron algunos jarabes, hasta que –estábamos sentados en una terraza del Retiro y el sol declinaba- apareció Teresa, su chica encantadora y yo me fui a nadar y meditar si realmente Matellanes es un editor tan grande como Calasso o si más bien sucede que mi deseo de aquí así sea, y decidí que dado que es muy joven y se mueve por terrenos pantanosos y difíciles lo adecuado es otorgarle como mínimo el beneficio de la duda, subrayado siempre por mi afecto, indudable, hacia Miguel Ángel como amigo y persona.


El martes siguió el baile, y otra comida. Pero esta vez no iba a ser un baile sentado, porque mi anfitrión era nada menos que Manuel Domínguez, que como cualquiera que le conoce sabe es una máquina, y precisamente en La Máquina compartimos juntos un arroz a banda riquísimo, pero en cuanto dimos cuenta del café, comenzamos a movernos. Encontramos una doña Berenguela en una agencia inmobiliaria, copiamos teléfonos de carteles colgados de edificios y árboles, nos trasladamos hasta Ortega y Gasset, donde visitamos varios lugares, entre otros Channel (no me gusta como tienen decorada la tienda de Madrid, sobra tecnología y falta magia), porque mi compañero de aventuras en la tarde del martes fue capaz de encontrar tiempo, ya he dicho que es una máquina, para –en Channel- comprarle o cambiarle unas gafas de sol a su chica, a quien aún no conozco pero tengo muchas ganas de conocer porque he oído hablar de sus logros y además tiene nombre de novela de James Ellroy, Dalia; y aún después, con Manuel, visité una oficina, de nuevo en la zona de Cuzco; y supongo que habríamos seguido y seguido, hablando y actuando a la vez, si él no hubiese tenido que regresar a casa para ponerse a escribir y yo no hubiese tenido un compromiso personal: leerle a mi niño su cuento nocturno. Nos separamos en Sor Ángela de la Cruz con cierta pena; al menos yo con cierta pena, pues lo había pasado genial.
El miércoles la agenda del director de cultura de un poderoso ayuntamiento se vio alterada y la comida prevista quedó pospuesta. Aproveché el mediodía para leer Así que Usted comprenderá, lo último de Claudio Magris, una joya brevísima y conmovedora (.... al corazón no se le dan órdenes, decía, el corazón se rompe, y si se le dice que no se rompa se rompe igualmente, como el mío...) que, en nuestro país sólo Herralde se atrevería, atreve, a editar como narrativa, pues apenas cuenta con cincuenta páginas de letra grandota (sucede que a la literatura patria no acaba de llegar la nouvelle cuisine, que la gente lectora sigue prefiriendo una hamburguesa con dos kilos de viento a un solomillo perfecto).
Cuando acabé de leer corrí hasta la piscina, nadé, mientras me secaba acordé tres citas que me tuvieron ocupado el resto de la tarde: autores que están a punto de publicar, nuevos y viejos Tripulantes de mi taller literario..., y esa noche ya ni siquiera llegué a tiempo de leer al niño su cuento nocturno: estaba dormido y me quedé un rato de pie al lado de la cama, mirándole cansado, mirándole culpable, mirandole intentando adivinar si se había dormido contento, pero en todo caso mirándole.
El jueves la comida fue secreta: un editor que ha cambiado de sello y cuya identidad me ha pedido no desvele de momento ni en mi web ni en mis artículos; así que sólo menciono que fue en El Escorial y en un restaurante muy famoso.
En suma, que como puede verse había movimiento..., pero no estaba Ana Kuntz. No es que le haya pasado nada malo, al contrario, le ha pasado algo bueno, algo que ella deseaba que le pasase: ha dejado el trabajo para dedicarse a su marido y a vivir. Afortunada ella, afortunada él. Desafortunados nosotros, todos los periodistas -pienso en Joaquín Arnaíz, Quiroga Clérigo, Chema González y otros adictos a sus famosos desayunos de prensa en un hotel de la Gran Vía, que más que desayunos de prensa eran tertulias literarias que alguien habría podido grabar y poco habría tenido que envidiar el resultado a Las Noches Blancas del gran Dragó o al Extravagario de Rioyo. Mi aprecio por aquellos desayunos -que ya no volverán aunque en el departamento de prensa del grupo Anaya haya aún mucha gente altamente capaz- lo prueba que madrugaba para acudir a ellos. Suelo levantarme cerca de las tres de la tarde (la escritura nocturna, la fuga del ruido y el repiqueto de los teléfonos), pero por Ana Kuntz me he levantado muchas veces con sólo tres o cuatro horas de sueño, y siempre siempre me ha merecido la pena el esfuerzo.


El trabajo de un jefe de prensa es difícil de valorar o medir. Supongo que el Planeta o el Alfaguara se promocionan siempre igual y a veces las ventas llegan a las estrellas y otras simplemente se estrellan; por lo que para juzgarlo sólo queda mirar a la persona que lo realiza, el jefe o jefa de prensa; y Ana Kunt era inigualable (me recordaba a Pedro J. Ramírez de joven, cuando se molestaba en alentar con sus palabras de ánimo hasta a los periodistas más bisoños, como era mi caso en 1983). Ana mandaba un correo, llamaba luego por teléfono, nunca pedía nada, siempre daba las gracias y jamás permitía que el posible cansancio alterase su estado de ánimo impecable. Me alegro por ti, Ana Kuntz, de que seas libre y feliz, pero voy a echarte de menos; ya te hecho de menos, hace meses que te echo de menos; desde que llamé un día a tu departamento en Anaya extrañado porque llevábamos varias semanas sin un desayuno de prensa y me dijeron que no, que Ana Kuntz no estaba, que Ana Kunt ya no trabajaba allí.

 

No dudo ni flaqueo, mi objetivo es lo imposible
de Sosiego, el anti-libro impublicable que desde hace más de quinientos días escribe a mano cada noche, sin fallar ni una, el extraño Señor Puebla

24 de septiembre 007
(Ha terminado mi curso intensivo, y la primera semana de octubre comienzan los talleres literarios de este año. Del año pasado sólo uno abandona, y ya hay confirmados cuatro nuevos. Lo cierto es que no he mandado ni un solo correo general ni realizado publicidad en ningún sitio..., porque si se presentase mucha gente sería inevitable abrir un nuevo grupo el lunes, y aunque estoy dispuesto a hacerlo más contento estaría, lo admito, de no tener que hacerlo y poder seguir reservándome el humilde lunes para mí mismo; pero que sea lo que las olas quieran. Y esta semana seré ante todo y sobre todo: editor. Le voy cogiendo al punto a tan sutil desequilibrio entre arte y negocio, trabajo y juego).

ME LEVANTO TEMPRANO
Las diez de la mañana no es temprano para casi nadie, ya lo sé, pero sí para mí. Están montando un supermercado bajo mi casa -es mi sino: que construyan supermercados a mi alrededor y hagan un ruido de mil pares de cojones, pero intento usar el viento a favor- y comienzan los golpes a las nueve; normalmente ignoro los golpes, el ruido que precede al temblor de las paredes del edificio, pero el martes no sé por qué el ruido de las máquinas me hace pensar en un gigante con el estómago colonizado por mil gases malévolos, un gigante pedorro; la imagen me hace sonreír y... levantarme. Preparo un zumo de naranja enriquecido con germen de trigo, levadura de cerveza y lecitina de soja, caliento una taza del té que ha dejado en la tetera mi mujer, y cojo algo de embutido de la nevera y pan tostado de la despensa; con el conjunto sobre una bandeja me dirijo hacia mi despacho -el gigante sigue librándose del aire acumulado en su tripas grande como una caverna y los cristales de la ventana tiemblan con cada cuesco- y me siento ante el ordenador; mientras como y bebo enciendo la maquinita. A la derecha de la misma está Trampantojos, cuatro nouvelles de El Marqués de Tamarón recogidas en un solo libro publicado por Mondadori en mil novecientos noventa; la última de las historias le leí la noche anterior, las cuatro son buenas y están cuidadosa y excelentemente escritas, y mientras el ordenador acaba de ordenarse lo suficiente como para que pueda trabajar o enredar con él, me levanto y saco de la biblioteca los otros dos libros que tengo suyos, la novela El rompimiento de gloria, y una colección de ensayos publicada como El guirigay nacional. Jugueteo con los libros mientras sigo desayunando, y pienso que es injusto que la fama de Tamarón como escritor no alcance a la del personaje público que él mismo ha construido, aunque sé -por experiencia- que es uno de los precios o peajes que deben pagarse al construir un personaje que nos ayude o proteja en la lucha contra el mundo exterior. En las últimas páginas, las que están en blanco, las llamadas páginas de cortesía, de El guirigay nacional hay varias frases copiadas por mi mano, con el número de la página correspondiente escrito a un lado; doy el último trago al zumo de naranja y observo que bajo uno de los entrasacados, con mayúsculas y acompañando la palabra con una flechita dibujada a lápiz, he escrito: MICRO. Lo cuál significa que cuando lo leí pensé que de la frase podría sacarse un microrrelato. Leo lo escrito y lo confirmo en su versión impresa en la página 46 del libro (primera edición, Áltera 2005); es una anécdota preciosa sobre Mallarmé, y desde luego merecería una flash-fiction (el término inglés es mucho mejor que el nuestro, lo siento sorry lo siento); como el ordenador, a diferencia de mi cerebro, ya se ha despertado por completo y lo tengo exactamente enfrente convoco al procesador de textos, y escribo, dormido y vapuleado por el ruido de los obreros que maltratan los bajos de mi edificio para convertirlos en un supermercado. Escribo de un tirón y al finalizar advierto que aún no he terminado el desayuno; apuro el té y el pan tostado y vuelvo al texto, corrijo y cambio un par de cosas. Ya que estoy levantado puedo pasarlo a una de mis páginas-web; así que vuelvo a mirarlo otra vez, y ya no lo corrijo más, que sea como es o no sea. Así:

NO SÓLO MATA
(para mi amigo Santiago de Mora-Figueroa)

Mallarmé fumaba. Fumaba sin cesar. Un puro tras otro. Un cigarrillo tras otro. Tumbado en un diván -el tabaco ingrávido en el aire y sólido en la mano- cuando recibía a sus alumnos. Pretendía así interponer entre él y la realidad una continua cortina de humo. Que existiese siempre una tenue cortina de humo entre él y la realidad. Al menos una cortina de humo. Entre él y sus alumnos. Con cierta displicencia y sin abandonar del todo su soledad tumbado en su diván cuando recibía a sus alumnos. Sin cesar fumaba. Fumaba Mallarmé.

Vuelvo a leerlo ahora, antes de darle a copiar y pegar, y le hago un par de cambios más; es evidente que lo escribí sin energía; no lo siento como mío, pero voy a dejarlo así, aunque ahora creo que el texto original de Tamarón es más exacto, mejor que mi flash-fiction, pero decido ser tolerante conmigo mismo. La escribí dormido. Tan dormido que nada más terminar de pasarla a la página web me volví a la cama; serían las once y media o así. Por la tarde tenía trabajo, un curso intensivo en el que me tocaba hacer de editor de diez de los autores a los que voy a publicar este año; una actividad, el curso intensivo, similar a jugar partidas simultáneas al ajedrez: reaccionas por instinto, sin entretenerte en cábalas ni cavilaciones. Me encanta. Corregir detalles de diez libros a la vez durante dos horas de tensión máxima; el curso duró cuatro días y sólo tres autores aguantaron mi ritmo hasta el final. Pero para mantener ese ritmo había que estar descansado a las ocho de la tarde, hora de la cita con mis escritores, así que, como he dicho me volví a la cama, y como no dudo ni flaqueo porque mi objetivo es imposible, porque sé que todo buen nadador aprovecha la dirección de la ola, yo también aproveché y utilicé el ruido inodoro de las tripas del gigante y volví a quedarme dormido, hasta las tres, arrullado por el dulce trino de sus cuescos.

¡QUÉ BONITO!

Al despertar de nuevo, me zampé unas albóndigas calentadas en el microondas, subí al coche, conduje hasta el Canoe, nadé, fui a buscar al niño al colegio y me encontré con que mi padre estaba con él. Como de costumbre mi padre me traía un legajo de recortes de prensa, cosas que piensa -es impagable- debo leer y seguramente no he leído. Estábamos ya en el ascensor que sube del parking a casa cuando el niño me preguntó ¿quien es ese?, y señaló una foto. Antes de que lograse explicarle que era un íntimo amigo de mi íntimo amigo Eduardo Lago, y que salía en los periódicos casi cada día por razones políticas, el niño acercó el dedo, tocó la foto, y dijo:
-¡Qué bonito!
¿Qué bonito? ¿Qué es lo que podía tener César Antonio Molina de bonito? La foto estaba cortada por la mitad, cosas de maqueta, y no se le veía la barbilla.
-¿Qué es lo bonito?
-El pelo, me gusta mucho.
Sufrí un ramalazo de envida, mi hijo jamás diría que mi escasísima cabellera le gusta mucho.
-Es como mí.
Y tocó su propio pelo rizado. Es verdad, el pelo del nuevo ministro de Cultura se parece al de mi hijo Max, yo también lo tuve así de niño y adolescente; y es bonito. Como bonito, y para mí más envidiable que el cargo que actualmente ocupa César Antonio Molina, es que un niño se fije en la foto de un hombre mayor y afirme que le gusta su pelo. Seguro que es el mejor piropo, el más bonito, que han dedicado al íntimo amigo de mi íntimo amigo Eduardo Lago desde que, para bien y para mal, cayó sobre sus espaldas el difícil cargo de ministro.

 

Tengo en el ordenador como fondo de pantalla la misma imagen que utilizo para la publicidad del taller literario de este año. Me la hice en Galicia, un día de este verano en el que fui feliz. La tengo para mirarla mientras recuerdo el genial poema de Luis Alberto de Cuenca titulado Optimismo y que termina así: que tu ejemplo en la vida sea siempre lo que gozaste, no el sufrimiento. Que los dioses os hagan cosquillas si en algún momento os fallase el sentido del humor, amables visitantes de esta exótica página.

1 octubre 007


 

““Me subí a la cucaña y me caí,
me subí a la cucaña y me caí,
me subí a la cucaña..., , sí, me caí.
Estoy trepando otra vez por la cucaña, aunque doy por hecho que volveré a caerme antes o después de haberla coronado. La cucaña -a ver si logro entenderlo- no es un lugar donde nadie se pueda quedar eternamente a vivir”
de SOSIEGO, antilibro impublicable.

 

ALGO ASÍ COMO UNA SEMANA DE VACACIONES


Se suponía que este manso, peleón, orgulloso, despistado y -ante todo- perezoso diarista dispondría de siete días -siete- para no hacer nada, pasear con los ojos perdidos en las cornisas de los edificios, jugar al mus o al ajedrez, fingir que me llamo de otra manera (¿Lucas?) y mi idioma materno no es el español, llamar a las muchas personas que quiero y a quienes, ay Mad Madrid, casi nunca veo..., se suponía, en suma, que antes de comenzar con mis talleres y el trabajo de edición de los libros de mis Tripulantes tendría una semana de vacaciones.
Y la he tenido, sí, una hermosa, larga y perezosa semana de vacaciones: cada vez que me tumbaba en el sofá se me clavaba una aguja post-it en la memoria recordándome algo que no había hecho, cada veinte metros de ocioso paseo mascullaba un “mecachis” y sacaba el móvil para llamar a un maquetador, un editor, un periodista, un hotel para perros (eso fue una extravagancia, lo admito, no tengo perro, y si lo tuviese no me gastaría la pasta dejándolo en un hotel).
Me monté -en mi algo así como una semana de vacaciones- una NOCHE EN BLANCO privada y fuera de fecha, y para ello monté una instalación o happening o llamen como prefieran al hecho de dejar a las puertas de la biblioteca pública de Retiro 30 ejemplares de Sonríe Delgado, casi cien mil pelas en libros, para luego, escondido entre los tupidos setos del jardín adyacente observar como la gente se los iba llevando uno a uno, mosqueados, asombrados, incrédulos, pero siempre llevándose los libros uno a uno hasta que en menos de una hora desaparecieron los 30; con el último chaval, el que cogió el último libro, hasta hablé un rato: salí de mi escondrijo tras el seto, le firmé la novela y le comuniqué mi sorpresa y alegría ante el hecho que ningún buhonero se hubiese llevado el conjunto para revenderlo en la Cuesta de Claudio Moyano; y también lo respetuosos que habían sido todos mis anónimos y presuntos futuros lectores, cogiendo un libro y sólo uno por barba.

Una de las tardes de mi algo así como una semana de vacaciones estuve con el encantador escritor y diseñador Benjamín Escalonilla, quien por cierto se ha presentado al Nadal y al que deseo suerte con su novela porque ha trabajado y se lo merece: la abrí en el metro y no paré de leer hasta terminarla cuatro horas más tarde. Acudí a su casa, un piso altísimo de Fuencarral que permite volar con la vista sobre los tejados, e hicimos juntos el logo de mi nueva editorial, Haz Milagros, preparamos un boceto de la maqueta del primero de los libros, volví a mirar las calvas y postizos de Mad Madrid desde su alta ventana y conocí a Nancy, su chica, felizmente embarazada.
Cené -una noche de algo así como una semana de vacaciones- con un ex-compañero del Ministerio y otra con José María Mejorada, uno de mis mejores autores. También comí -durante eso que he llamado algo así como una semana de vacaciones- cuatro veces fuera de casa (no sé si por placer, trabajo, o ambas cosas a un tiempo), compré tierra para las dos plantas que tengo ahora ante mí, mientras escribo, dos ficus que ya han alcanzado los dos metros de alto y una anchura que desborda las dimensiones de mi despacho, y me quedé con las ganas de dar un paseo sin rumbo por El Retiro porque no fui capaz de encontrar el momento oportuno para hacerlo.
Durante mi algo así como una semana de vacaciones no devolví una llamada a Juan Manuel Chumilla (se la debo y la haré en cuanto vuelva al tajo), pero sí marqué un número desconocido que resultó ser de Cuenca, donde me han convocado para dar un taller de microrrelatos sobre el amor y la muerte para el mes de marzo, y como estaba contento porque hubiesen pensado en mí al colgar con el señor Dolz, de Cuenca, foné una vez más al hotel para perros, donde ya empezaban a estar hasta las narices de mí, hartísimos de que llamase para nada, así que le prometí a la chica que me hacía de frontón verbal uno de mis libros, dedicado y con dibujito incluido, para que -dando por hecho que no permitían alojarse en el hotel a libros de ningún tipo- al menos pudieran ojearlo aquellos que sí tienen perros y los dejan en los hoteles creados al efecto, pero por algún motivo dejé de caerle simpático y me colgó el teléfono. Volví a llamar y poniendo voz de senegalés (se me da bien, he estado allí cuatro años) le mentí explicando que, como estaba de vacaciones, había pensado comprarme un perro, y cuando ya la tenía en el bote -noté su sonrisa abriéndose prometedora sobre el pinganillo- se me volvió a ir la lengua y en perfecto español me dio por apostillar que el can en cuestión tendría que ser de peluche, porque se lo pensaba regalar a mi hijo, que es quien ha sido mi mejor compañía durante esta algo así como una semana de vacaciones, ociosa y agotadora, extraña y vulgar, todo al mismo tiempo. Una semana, en resumen, insoportable, como lo son siempre las algo así como una semana de vacaciones cuando uno se las toma sin irse de su ciudad y casa, rodeado de gente que está trabajando a destajo. El año que viene, si sucede esto, me compraré un disfraz y pediré habitación -con baño por favor- en el hotel inexistente del que llevo ya rato escribiendo: el Pequeño Gran Hotel Colmillo Retorcido donde, de acuerdo con mi imaginación y criterio, sólo se admitirá como huéspedes a escritores, y a perros.

 

BUSCANDO PÚBLICO

Fue el día 26. Cuando me levanté ya estaba agotado. El periódico Público. El número periódico. Quería verlo entre otras cosas porque escribe en él mi admirado Rafael Reig (porque es un irreductible). Y lo quería en papel. Por el papel pasa la vida: envejece, se rompe, ensucia, pierde. Un periódico virtual ni envejece ni se rompe ni ensucia ni sirve para envolver el pescado. No me preocupé cuando en el quiosco de la esquina me dijeron que estaba agotado. Di por hecho que lo habría comprado mi padre. O mi chica. Craso error. No, hijo, lo siento. No, cariño, lo siento.
Eran las once de la noche cuando comencé a ponerme nervioso. ¿Y si me quedaba sin el número uno? Conduje hasta el centro y aparqué mi tanque azul encima de una acera. A grandes males grandes remedios. Recorrería la calle Toledo entera. En algún sitio habrían tirado u olvidado un ejemplar. En la puerta de algún bar o comercio. Primero exploré los aledaños de los contenedores de papel y cartón. Nada. Seguí con los cubos de basura. La basura mancha pero entre las cáscaras de huevo y los restos de pizza se puede encontrar cualquier cosa, cualquier periódico. Y en efecto encontré en la basura todos los periódicos. Todos excepto Publico. Entre cubo y cubo de desechos ya había comenzado a mosconear por los bares. Entraba con mi mejor sonrisa y explicaba que soy periodista y ardía en deseo de conocer al periódico recién nacido. Los camareros me miraran como si fuese a atracarles. Por fin en un contenedor encontré ejemplares de cuanto se había publicado el 26 de septiembre: País, Mundo, Financial Times, Herald, Razón, Abc y hasta La Opinión de Murcia, una insospechada alegría; pero no Público. Insistí en los bares y restaurantes cambiando la estrategia. Dinero. ¡Un euro por Público! ¿Tres euros? ¿Cinco? ¡Diez euros, señoras y señores, ladies and gentlemen, un billetazo de diez euros! Nada. Y ahí me rendí. Batalla perdida. Un cuarto de millón de ejemplares en la calle de un nuevo periódico y debido a mis horarios extravagantes yo no tenía ninguno.
Sólo a la mañana siguiente mi padre, el impagable y astuto zorro viejo, me llamó al móvil para decirme que me había conseguido el número uno. No le pregunté como lo había conseguido. A cada cual sus secretos. El nuevo periódico me encantó. No hay nada como desear las cosas y que no sea sencillo conseguirlas para luego apreciarlas. Ya tenía Público. Sumé: Público + enemigo + uno. Me sentí como un gángster. Y sonreí satisfecho.

“Una niña sonríe al cálido viento tropical que le da en la espalda. No ve ninguna diferencia entre ella y el celofán. Empujados ambos por el viento. Reunidos en un mismo momento. La niña baja la vista hacia el celofán. Le habla directamente:
-Déjame pisarte -le dice-. Quédate quieto para que pueda pisarte”

SAM SHEPARD. Crónicas de motel

8 de octubre 007. Durante un momento tuve miedo la semana pasada, miedo de que llegara el miedo y me paralizase, pero luego recordé que el miedo siempre llama a la locura que viene cogida de la mano de la imaginación, y no hay nada imposible, nada que de miedo a la imaginación de un luchador. Avanzo y retrocedo. Lucho y pienso que es inútil. Pero aquí sigo. A veces de pie, otras creyéndome que vuelo, y muchas tumbado, involuntariamente, sobre el suelo.

¡DIOS, COMO ODIO SER EDITOR!

No es que sea una mala profesión u ocupación, no peor que ser banquero, taxidermista o domador de leones. Mejor, supongo, que teleoperador, cocinero del McDonald o encargado de la sección de jardinería del Corte Inglés. Ser editor, lo sé, tiene muchas cosas buenas..., bueno, o al menos una: la felicidad de los autores a quienes publicas, el brillo que resplandece como un aura cuando les llega el milagro de tener un libro, su libro, ese producto final mágico, maravilloso y tangible, entre las manos. Pero yo lo odio. Odio ser editor. Pensé que este año las campanas sonarían armoniosamente, que todo sería sencillo y rodado después de publicar seis libros el año pasado. Y pensé bien: todo es sencillo, todo sale rodado, todo se puede subcontratar o encargar a alguien. Pero yo lo odio. Odio ser editor. Esas sonrisas empalagosas que inevitablemente me hacen pensar en mí mismo cuando me acerco a un editor, a ver si le caigo simpático y me publica algo, esas sonrisas empalagosas ahora van dirigidas como dardos forrados de algodón de azúcar a mis ojos de miope, ¡a mí!, a pesar de que no me canso de insistir y repetir, mantengo invicto el fuerte, a los sonrientes escritores que se me acercan -pobrecitos míos, si puedo a alguno también acabaré publicando a alguno- que yo sólo edito los libros de mis alumnos, de aquellos que durante nueve meses han estado gestando una novela o colección de relatos entrelazados ante mis ojos y oídos, y que lo hago así porque son libros que conozco y de los que puedo responder y respondo. ¿Cómo no voy a editar la maravilla que ha escrito este año Mara Mugueta? ¿O Javier Vassallo? ¿O cualquiera de los otros compañeros de travesía de quienes tanto he aprendido y de cuyos trabajos me siento tan orgulloso? Aunque a algunos -me ha costado infinito- he tenido que decirles que no, que opino es mejor esperen al año que viene, al siguiente libro o trabajo. Dios, como odio ser editor. Tener que decirle que no a alguien que ha tenido el valor y la generosidad de subirse a mis barcos-imaginarios es para ponerse enfermo. Y me pongo enfermo.
Y sigo enfermo mientras busco las imágenes más adecuadas para las portadas, el tipo de letra, la clase de papel a utilizar, enfermo ante la posibilidad de equivocarme cuando trato con maquetadores y diseñadores o repaso los textos intentando sugerir las últimas posibles mejoras (sin olvidar nunca que el autor es Dios en sus libros, que es el quien por último debe decidir y decide; en La Catedral del Mar y muchos best-sellers no es así, decide la editorial y el que firma tan contento porque luego dinero dinero dinero).
Pero hoy no voy a meterme con nadie del sector editorial, ni siquiera con el taimado Antonio Pastor o el a veces cerril Javier Azpeitia. Hoy entono mi mea culpa y me arrepiento. Me arrepiento de haber hablado jamás mal de ningún editor, de haber mirado con ira o por encima del hombro a quien me ha rechazado un manuscrito. ¡Un manuscrito! ¿Se imagina alguien algo más terrorífico que un manuscrito? Sí, claro: diez manuscritos, veinte manuscritos, cien manuscritos. Porque hay que leerlos, no basta con echarle un vistazo a la portada, como sucede con un cuadro, o sentarse en un sofá y darle rápido hacia delante o hacia atrás con el mando a distancia. Hay que leerlos. De repente aparece un viejo amigo, alguien a quien aprecio, sonriéndome de modo nuevo, no como el viejo Javier Puebla sino como el nuevo Javier Puebla, de profesión editor. ¡Socorro! Socorro porque detrás de la sonrisa hay cuatrocientas treinta y dos páginas de cuerpo ocho y además me asegura que la diputación o el ayuntamiento o su primo millonario van a comprar quinientos ejemplares de una sola tacada. Y debo decir que no. Que sólo a mis alumnos, por favor. ¿No me entienden? ¿No está clarísimo? ¡Sólo a mis alumnos! (Y aún así este año habrá catorce libros nuevos en el mercado que habrá que presentar, intentar distribuir, mover..., en el futuro. Ahora toca supervisar, vigilar, mimar...)
Pero si yo sólo quería ser escritor, un escritor que vendiese suficientes ejemplares para comer caliente y pagar el alquiler y dedicar mi energía a vivir y soñar. ¡Já!
-Tú no te das cuenta pero a lo mejor acabas haciéndote rico con esto.
-Acabará siendo el principio de un gran emporio.
-Ahora te cuesta, pero dentro de unos años serás uno de esos tiburones editoriales que ni siquiera se ponen al teléfono.
No, no lo seré. No tendré ningún emporio. No quiero. No lo pretendo ni deseo. Sólo estoy haciendo lo que pienso es justo, ayudar a dar el segundo paso a quienes he ayudado a dar el primero.
-Tonterías, hombre. Mira a Herralde, a Tusquet, a Mario Munich, a Lara, a Pote Huertas, a Valeria Ciompi, a Emilio Pascual o a Miguel Ángel-Matellanes o Joaquín Palau...
Y yo los miro, los miro a todos con absoluto respeto y admiración por haber sido capaces de dedicarse a un oficio que desde fuera puede parecer inspirado sólo por el dinero; pero para ganar dinero es mejor hacerse constructor o banquero o consultor o informático o tonadillera o hasta novio de tonadillera; no es el dinero lo que mueve a una persona a arremangarse los puños de la camisa y meterse en la harina de hacer libros. Es el amor. O por los autores o por sus palabras o por la magia que sólo puede vivir en la ficción. Amor. Y por eso lo odio. Odio ser editor, porque odiar y amar se sientan siempre en el mismo balancín, uno a cada extremo, y así lo mantienen vivo, en continuo e imprevisible movimiento.
(Y si no hubiera editores nunca habría podido este humilde lector acceder a textos tan maravillosos como el de Sam Shepard que he utilizado esta semana como cabecera. Intentaré odiarme un poco menos),

¿HE HECHO ALGO MÁS ESTA SEMANA?

Sí, cené con mi muy querido amigo, y colega, Lorenzo Silva el jueves en un restaurante oriental, y también comí con él -¿dos veces en una semana? ¡sospechoso!-en un restaurante sin apellidos de Getafe, y durante ese almuerzo conocí a su ayudante en el ayuntamiento del sur de Madrid, Gelu, y también a un tipo joven e interesante llamado David Barba que se dedica a organizar montajes culturales. ¿He hecho algo más? Unas cincuenta llamadas de teléfono a personas con las que me apetecía hablar (al precio que está el móvil no voy a ponerme a llamar a quien me resulte indiferente). Quedado, el sábado por la tarde, con mi colega Antonio Pacios y su amiga Lola para que me enseñaran a utilizar Quark Press (está chupado). Y como ya tocaba: he comenzado mis cursos con tantos alumnos, más uno, como el año pasado. También he nadado todos los días sin fallar ni siquiera el domingo. Y no trabajado más que una noche, y apenas una hora, en mi novela amada que aún no he acabado de corregir. Y me he mojado bajo la lluvia. He paseado horas. Visto varios episodios de la vieja serie Luz de luna en compañía de mi chica. Redescubierto la realidad en compañía de mi imaginativo cachorro, que me recuerda como se portan verdaderamente los niños. Ha sido una buena semana, vista con perspectiva. Me quejo de vicio. Estoy preparando seis libros para sacar antes de Navidad. El mundo me sonríe y yo -como pago- gruño. Pero ya he parado. Ya no gruño, sonrío despacio mientras -también despacio- tecleo las últimas palabras, por esta semana, de este diario.

“Antes o después te ganaré, porque... he vuelto”
Paul Newman en EL COLOR DEL DINERO, de Scorsese

15 octubre 007

¿PARA QUÉ? PARA NADA
Es lunes. No hace ni frío ni calor cuando salgo de casa para meterme en el metro y salir veinte minutos después en otro lugar, diferente pero igual, de la ciudad de Madrid. Llevo una sonrisa o amago de sonrisa en la cara; al cruzarme con una de mis más bellas vecinas, y tras el clásico ¿cómo te va? al que respondí con el nada original, bien, bastante bien, luchando, ella añade que se me ve contento. Y sí, estoy contento.
¿Por qué estoy contento? Nada especial en realidad. Voy a casa de un amigo a charlar. Pero ¿a charlar? ¿Sólo a charlar? Sí, sólo a charlar. Nos hemos vueltos tan calvinistas, los dúctiles españoles, que comienza a costarnos comprender la posibilidad de que alguien se tome la molestia de atravesar la ciudad para quedar con otra persona sin que haya un negocio, un proyecto, un interés concreto. Pero es el caso. A quien voy a ver -es a Santiago de Mora-Figueroa y Williams, Marqués de Tamarón. Cuando me abre la puerta de su casa la primera sensación es la de estar accediendo a un refugio privilegiado, un lugar en el que sin llegar a haberse congelado el tiempo no se permite la intromisión de ningún elemento que pueda alterar el ambiente original. La decoración es cosa de mi mujer, dice Santiago, que en parte juega el papel de convaleciente, al observar la velocidad con la que mis ojos escrutan biblioteca, muebles, cortinas y pequeñas y maravillosas porcelanas. Y he mencionado que juega el papel de convaleciente porque hace poco sufrió una operación sin importancia y es la intervención lo que nos ha servido a ambos de disculpa o pretexto para juntarnos a charlar. Podría parecer cuestión baladí, pero Lola, mi esposa, me miró raro cuando le dije que iba a casa de Tamarón, y tuve que recordarle lo normal que era para un diplomático (cuando vivíamos en Dakar ejercíamos como tales) recibir en casa. Y, paralelamente, Santiago me confiesa que también ha tenido que explicarle a su mujer que no nos reuníamos porque tuviéramos ningún proyecto común en marcha, que sólo sucedía que un amigo visitaba a otro, que -matizando- un escritor visitaba a otro escritor. Porque más que de ninguna otra cosa charlamos sobre literatura, esa planta rara que crece en los campos de oriente y en el fango de occidente, que sobrevive a la robotización del mercado editorial empeñado en que los amantes de las plantas literarias las adquieran de plástico para así no tener que regalarlas, abonarlas o vigilar la presencia de insectos extraños. He leído, primero con curiosidad, luego con afecto e interés, y finalmente con pasión, tres libros escritos por Santiago (ahora tengo un cuarto, Pólvora con aguardiente, esperando que acabe con la última remesa que me ha enviado Anagrama cuyo catálogo completo sigo leyendo sin desfallecer). Santiago es un escritor notable. Hay pocos escritores notables. Hay pocos escritores, en general. Mucha gente escribe (y hasta publica sus vistosas plantas de plástico) pero pocos, muy pocos, somos escritores. ¿Cuál es la diferencia? No necesito responder a esa cuestión, hasta el más imbécil advierte cuando está ante algo auténtico o falsificado, cuando una planta se muere si no es regada o es sólo un trozo de plástico más o menos habilidosamente maquillado y modificado. Pero estoy haciendo crecer estas líneas con un propósito oculto, taimada mezcla de generosidad y juego literario, pues voy a cerrarlas con la prueba de que Santiago, Marqués de Tamarón, es escritor y no sólo alguien que escribe como el soporífero y lerdo de .... (ah, no, esquivo mi propia trampa y no voy a poner la lista de los cien trepas, plumíferos y demás fauna que acaba de atravesarme la cabeza). Y como me estoy divirtiendo, igual que me divertía el lunes mientras iba a casa de Santiago, voy a retrasar el cierre prometido, y explicar antes porque me parece tan interesante hablar con Tamarón. Allá voy. Me gusta hablar con Tamarón por tres razones, que ordeno subjetivamente de menor a mayor. La primera razón, y para mí -asilvestrado endémico- la menos importante, es su cultura: ha leído y estudiado muchísimo; se puede decir de él esa preciosa frase: culto a pesar de ser erudito. El segundo motivo es que es una persona inteligente, de inteligencia natural amén de cultivada. Pero la clave, donde se reúnen y armonizan los puntos anteriores logrando que hablar con él sea tan inspirador como leer un buen libro o ver una buena película, reside en que es capaz de pensar; y lo hace. Sí, piensa. Las personas inteligentes, y más cuando son cultas, tienden a protegerse dentro de un esquema mental no demasiado flexible dentro del que se sienten seguros y razonablemente felices que no necesita de mayores reflexiones. Tamarón, y ello le hace excepcional, no sólo es inteligente y culto, sino que además piensa; creativamente piensa. (Hablar con él es como jugar al tenis con Andrea Agassi, jamás sabes donde y como va a lanzar la pelota).
Ya casi nos despedíamos cuando le pregunté sobre el proceso de creación de su obra más importante, El rompimiento de Gloria, y me confesó que había tardado cinco años en escribirla, sólo los domingos y el mes de verano en Arcos de la Frontera. Me maravillé, porque en ningún momento del libro se produce una sensación de discontinuidad, nadie adivinaría ese abandono de la historia de lunes a sábado todas las semanas. Y entonces Santiago me confesó un secreto, el que me ha impulsado a redactar este texto. No escribía, pero cada noche antes de acostarse pensaba en los personajes, los recordaba, los cuidaba.
Guardé la confidencia en mi corazón y ahora la transmito porque la considero tan valiosa como una lección de magia.
Quedar con alguien “para nada” en estos tiempos parece absurdo; pero en las “tierras de para nada” crecen secretos y flores que muy improbablemente verían la luz si la cita hubiese sido motivada por el poder, el dinero o cualquier otro objetivo que el común comprendería y del que sólo escapa el loco, el niño o el artista.

GENTE QUE NO RESPONDE AL TELÉFONO
Siempre me asombran. Los idiotas que no responden a una llamada, que no se ponen al teléfono aunque su única ocupación sea en ese momento mirarse un grano en la nariz o tocarse los huevos. Entiendo que alguien esté ocupado, que llame luego o un día o una semana más tarde. Entiendo también que si quien llama es Glen Close y quien recibe la llamada el protagonista de Atracción Fatal no descuelgue; forma parte del juego de seducción y repulsión de los sexos. Pero me pasman los idiotas que de repente se creen tan importantes como para que resulte justificado faltar a las más elementales normas de educación con un colega o un amigo. De hecho no conozco a nadie de calidad, y me trato con muchos personajes tan famosos como ocupadísimos, que no responda cuando le llamo. Por supuesto yo obro de igual modo, siempre, salvo error u omisión, respondo o llamo cuando no puedo hacerlo en el momento. Me ha pasado últimamente, entre otros pero él me duele, con Enrique Redel, a quien he calificado repetidas veces -y lo mantengo- como editor de raza, con quien he sido siempre impecable y que de repente dejó de ponerse al teléfono. Era la época de El Funambulista. La tercera editorial que levantaba y la tercera que probablemente se hundirá ahora que la ha abandonado o le han echado (no sé). Hablé con él, milagrosamente cogió el teléfono, y me lo contó: que su socio se había quedado con el negocio (¿quizá por eso tenía Redel en aquel momento tenía tiempo de descolgar el móvil?); también que montaba nueva editorial, que me mandaba un correo o un teléfono con el nombre de un antiguo becario suyo a quien podría contratar para que me echase una mano con mi pequeña editorial. Estoy esperando. Hace semanas estoy esperando. Prefiero pensar que es torpeza antes que mala fe; pero si ese fuera el caso, una torpeza del bueno de Enrique, comenzaría a comprender que sus jefes o socios, aunque sea un editor de raza, acaben por despedirlo o quitárselo de encima. La mala educación puede permitírsela Almodóvar y convertirla en una película. De hecho puede permitírsela mucha gente cuando le dan un carguito; es por desgracia relativamente común el tipejo o la tipeja que no responde, incluso cuando un viejo amigo le llama. Ellos sabrán; o no. Por mi parte, tristeza por su poca inteligencia -como escribió Durrell: EL MUNDO ES COMO UN PEPINO, HOY LO TIENES EN LA MANO Y MAÑANA METIDO EN EL CULO- y desprecio por su ignorancia de las más elementales maneras.

“No se vuelve de una incursión en la singularidad como de un paseo por el bosque”
BERTINA HENDRICHS. La jugadora de ajedrez.

25 octubre 007

LA VIDA COMO UN GIRO DE MUÑECA
Hoy es jueves. Para mí, mientras escribo, es jueves. Y ayer fue miércoles. Estoy descubriendo la pólvora, ¿verdad?, podría seguir que hace dos días fue martes y mañana será viernes, así que el día siguiente... El día siguiente es siempre algo imprevisible, el día siguiente, o la hora siguiente, puede -como si fuésemos los personajes de un escritor- dar un “giro de muñeca”. Ayer miércoles confieso que no podía más y no podía más y simplemente no podía más y estaba dispuesto a abandonarlo todo, harto de las dificultades, de templar gaitas ajenas que luego nadie se molestaba siquiera en soplar, de leer libros flojos-flojitos que se publican y hasta venden cuando a mí cada nueva publicación me cuesta más que parir una novela nueva. Estaba, como digo, harto muy harto y con ganas de mandarlo todo a paseo. Así que hoy jueves me he levantado del mismo humor, algo más temprano de lo habitual; y la razón por la que salgo de la cama no es que haya recuperado la fe ni piense puede haber ya nada por lo que luchar, sino porque quien me ha convocado es una persona que no me ha fallado nunca, un hombre de palabra, como le llamé una vez, “el” hombre” de palabra, Manuel Domínguez. Se supone que vamos a reunirnos, junto a Gorka Landaburu, Ramiro Cristobal (un tipo "chapeau") y Rafael García Rico, para crear un consejo audiovisual del grupo de comunicación cuya bandera más emblemática es Cambio16. Pero yo aún no sé, me falla la perspectiva, tenga dormida o cansada la intuición, que tal vez dentro de unas horas formaré parte de un momento que quizá acabe siendo histórico. Como tampoco sé que el lugar donde nos ha citado Manuel es el restaurante que transmite “mayor sensación de privilegio” de cuantos he visitado en Madrid: el Club Financiero Génova; había oído hablar del sitio pero a mí nunca me han interesado demasiado los locales donde la gente se reune a comer. Hasta que cojo un ascensor, subo a la planta 14 y en la terraza del Club me encuentro a Gorka, impecable y sereno; diría que feliz. No es para menos, las vistas son alucinantes, pero no son sólo las vistas..., el espacio, el ambiente, el aire que se respira y que, mágicamente, me traslada al China Club de Hong-Kong, el mítico club inglés que la modernidad de los tiempos ha convertido en restaurante.
El giro de muñeca ya se ha producido. La vida ha cogido a ese pequeño peón que es Javier Puebla y le ha puesto a mirar en otra dirección. Me resisto, claro. Ayer estaba fatal: no dispuesto a volver al ministerio, más bien soñando con esconderme bajo una duna en el desierto hasta que me matase la sed. Pero ese ayer, ese miércoles del que hablaba al principio, desaparece del todo a medida que comemos espléndidamente rodeados de camareros invisibles (un buen camarero, como un buen gobernante, es invisible), y finalmente salimos a la terraza, y a muchos metros por encima de la Plaza de Colón por la que circula el mundo de los otros días, Manuel Domínguez comienza a explicarnos su proyecto. Y es precioso. Y es viable. Y es fascinante. Me estaba muriendo anoche y hoy la vida se pone a bailar ante mí. Escucho, pienso, me despierto, mi intuición e imaginación vuelven guiñándome un ojo, participo, doy ideas, me entusiasmo, me siento parte de algo que, como he dicho, quizá fuese el principio, el nacimiento, de algo histórico, y ni siquiera advierto que va a anochecer cuando me quedo solo con Manuel y caminamos por la Castellana en dirección Atocha, donde él a las nueve cogerá el AVE que le llevará a Sevilla. Pero aún hay un momento pequeñísimo y sublime: justo cuando pasamos por la puerta del café Gijón nos cruzamos con lo que Javier Marías llamaría una “moza gallarda” de escote en pico y andar elegante que deja tras sí una estela “como a polvos de talco”, dice Manuel, sí, “como a polvos de talco” corroboro durante un instante perdido en una nube, “mira, aún huele, se nota que ha pasado por aquí”. Y ambos sonreímos porque el mundo, a veces, aún puede ser maravilloso, aún hay mujeres tan mujeres que pueden arrebatarte de la realidad con sólo cruzarse contigo; y quizá también porque Manuel me ha propuesto que le acompañe a Cambrigde mañana, porque su caballo “Literato” corre un derby importante, creo que el de los criadores, y no le apetece demasiado ir solo. No sé, cuando escribo esto, si iremos o no a Cambrigde mañana, lo que si sé es que de repente pienso ¿por qué no? y le digo a Manuel que sí, que si él quiere mañana nos vamos a Cambridge..., y que la vida nos sorprenda como mejor le parezca. Sería increíble que “Literato”, vaya nombre tan genial para un caballo, acabase ganando la carrera.


EL PODER DE LA PRENSA

Son las ocho y diez de la tarde del jueves. Estoy de buen humor porque acabo de separarme de mi féerico amigo Manuel Domínguez, y subo a paso veloz por las callejuelas que separan la Castellana del Círculo de Bellas Artes donde pasan un corto, “Pan para mañana”, protagonizado por la actriz -siempre cercana- Cuca Escribano, que ha sido nominado para los Goya. La idea es ver el corto, espero que no dure más de un cuarto de hora, saludar a Cuca, y seguir camino de casa con la esperanza de llegar aún a tiempo para leerlo el cuento al niño. Y llego al teatro Bellas Artes. Y no me dejan entrar. Como lo estás leyendo, querido lector, no me dejan entrar. A mí, a Javier Puebla, que he colado a Paco Salinas en The World en la ciudad de Nueva York, que soy capaz de pasearme por el campo del Madrid cuando está cerrado al público sin pensar siquiera que el encargado de seguridad pueda darme un no por respuesta. No me dejan entrar. Lo siento, no han dejado ninguna entrada a su nombre. Flipo, porque... ¡son cortos! ¿Algún hombre de mi edad se molestaría en mentir para ver unos cortos? Me preguntan si llevo carnet de prensa y no, no llevo carnet de prensa, pero están conectados a internet, sólo tienen que escribir mi nombre en Google y aparecerá mi página web, mis artículos en Cambio16 y Cuadernos y otros medios, mi curriculum... Pero a la chica de prensa no le da la gana. Bueno, tampoco creo que sea que no le diese la gana. Simplemente le falta cintura, supongo. Mando un mensaje a Cuca, que estará dentro del teatro-cine, y reanudo mi paso rápido, esta vez en dirección a Tirso de Molina. No he visto el corto, no he visto a Cuca, que acaba de ganar nada menos que dos premios, Toulouse, mejor actriz secundaria, y Benalmádena, mejor trayectoria profesional, pero si corro, si me apresuro y me doy prisa llegaré a un sitio en el que no tendré problemas para entrar, mi casa, y podré leerle su cuento de cada noche al niño. Y así sucede. Supongo que “Pan para mañana” será un corto excelente, pero nada, pueden creerme, comparado con el abrazo que mi cachorro me dio cuando, al oír la puerta, me salió al paso corriendo detrás de una sonrisa enorme desde el fondo del pasillo.

CODA: Al final sí que fui a Cambridge, o más exactamente a Newmarket. El caballo de Manuel Domínguez, “Literato”, ganó la carrera. Y esa misma noche, el sábado 20 de octubre y ya de regreso a Londres, arropados Manuel y yo con una manta y sentados en la trasera de un ricksaw, una suerte de bicicleta anclada a un carro, atravesábamos Hyde Park mientras un heroico chico inglés, un “chico” de mi edad, pedaleaba y pedaleaba. Pero esa, como habría sonreído Jack London, es otra historia.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Me veo forzado a esto, pensaba. Me empujan al orgullo, pues forma parte de la obra de arte. Es orgullo es parte de la fuerza. No tengo derecho a arrancárselo”
PERO OLOV ENQUIST, El quinto invierno del magnetizador.

29 de octubre


YO, CORDERO

Hola, soy el cordero feliz, bee, béee, balo y sonrío mientras me observan con cara de pocos amigos y yo me voy quitando la chaqueta, los tirantes y el sombrero y colocándolo todo en una bandeja de plástico mal con agujeros en la que ya reposan móvil, cartera, reloj de Tintín, monedas, llaves... Lo han adivinado. Premio para todos ustedes. El cordero feliz está en un aeropuerto. Yo, el cordero, que no pienso perder los modales ni los nervios aunque me toquen -literalmente- los huevos como sucedió en Amsterdam hace unos meses o la señora hindú le diga a mi acompañante que su maleta cumple con las dimensiones legales, pero debido a que tiene un poco de tripita, la maleta, sí, las maletas también tiene tripita, tiene que bajar a facturarla. Pero el cordero feliz bala y bala y convence a la señora hindú de que los hombres somos unos pobres inútiles, que si la maleta la hubiese hecho ella, o la señora de mi amigo o mi madre o cualquier otro representante del actual sexo dominante, habría quedado perfecta y no tendría tripita, and please, madam, let him go, he must take a train when we arrive to Spain. ¿Quién puede resistirse a los tiernos balidos de un cordero feliz, capaz de hacerle fiestas a una funcionaria malencarada, ajeno a que el escenario donde se desarrolla la farsa es uno de los más desagradables del mundo? Nadie puede resistirse, la buena señora de origen indio no puede resistirse, y dice: fast, fast, go, go..., y pasamos mi amigo y yo a seguir gozando de las instalaciones anticuadas del maravilloso aeropuerto de Heatrow; el ambiente, en momentos, recuerda a un campo de concentración nazi: los techos bajos y pintados de negro, los polis cabreados, el espantoso sabor del café con leche en el único bar donde por sólo dos libras por tacita y una hora haciendo cola te joden el estómago como mínimo para una semana: eficacia garantizada.
Los aeropuertos se han convertido en sitios terribles desde el 11-M. Cada vez que entras en uno te vuelven a tirar las Gemelas y a tocarte los “gemelos”. Claro, quédese con la tijerita que lleva mi madre para la manicura, confisque el agua que llevo para que beba el niño, arroje a la basura los perfumes que una pasajera en tránsito compró en el dutyfree de Hong Kong. Trátenme como a escoria, como a un presunto terrorista, ¿qué demonios les importa a ustedes que yo no haya roto un plato en la vida o que tenga vocación de santo, y ermitaño sin ermita para señas? Soy potencialmente peligroso, mi madre -con setenta años- es potencialmente peligrosa y el agua de Solán de Cabras podría explotar en mi mano si un árabe se cruza en mi camino y me echa mal de ojo. ¡Venga ya! ¿De verdad que nadie va a poner fin a tamaño y tan continuo dislate? Nadie, Javier Puebla, nadie va poner fin a ese abuso, a ese tratar a las personas como ganado, así que la única opción es la elegida, la tuya, la buena: balar. Balar y sonreír como un cordero feliz al que suben a un camión/avión que nadie garantiza vaya a llegar a su destino sano y salvo a pesar del trato inhumano. Y así lo hago, balo y sonrío. Yo, el cordero.

 

LA MUERTE DE ANTONIO VASSAL´LO

Rara vez he visto relacionada la muerte con la alegría, excepto en casos malsanos inspirados por el odio y el deseo de venganza: el gobernante despreciado, la vecina miserable, el supuesto amigo transmutado en traidor. Pero no era esa la situación en absoluto la tarde del lunes veintidós de octubre cuando acudí al tanatorio de la Paz con el estómago y el ánimo encogidos porque el padre de mi amigo el escritor Javier Vassallo (the last gentleman) había fallecido. El estómago y el ánimo encogidos a pesar de ser consciente de que era lo mejor, o lo menos malo, tras haber sufrido un derrame cerebral hace varios días. Acudí acompañado de Lola, mi mujer, que también es amiga de mi amigo Javier y conocía, al igual que yo, a sus padres, a alguno de sus hermanos y sobre todo me conoce a mí y no quiso dejarme solo. Un entierro o un velatorio, cuando el difunto es una persona mayor que ya ha cumplido con los sueños y la vida, tiene mucho de ceremonia social: la conversación intrascendente y amable de las bodas y los bautizos; supongo que eso lo sabe cualquiera, pero yo no. A mí la muerte ajena -las pocas veces que he acudido a los tanatorios y cementerios- siempre me ha producido vacío y dolor. Hasta el lunes.
Estaba hablando con Matilde, una mujer deliciosa, elegante y sencilla como una reina, cuando mis ojos se posaron en su marido tumbado al otro lado del cristal, y me pareció -¿sería mi imaginación?- que estaba feliz, más exultante que tranquilo, como si fuera el anfitrión de la fiesta que, en su honor, se celebraba.
Antonio Vassal´lo era pintor de vocación -su obra poco tendría que envidiar a la de muchos profesionales- y profesor de profesión: dirigía una academia donde estudiaron durante décadas muchos futuros ingenieros. Pero sobre todo, para mí, era un hombre que apuró la vida, que tomó de la misma cuanto pudo y también cuanto pudo le aportó. Sólo le vi en dos ocasiones, y las dos en verano, en la finca familiar de Soto del Real. Y los dos veces experimenté la sensación de estar ante un hombre en su plenitud. Y supongo que gracias a esa pasión por la vida, y con la última gota de la botella con su tiempo que le regaló el destino, consiguió Antonio Vassal´lo el imposible de transmitirme alegría. Porque había una chica que lloraba, una de sus nietas, pero eran lágrimas de amor y no de tristeza. Y porque Antonio estaba y estará en todos, en su mujer (por supuesto), en sus hijos, nietos y biznietos, y en el recuerdo de cuantos le conocieron. Un hombre que dejó su impronta y huella, como quedó patente para mí cuando al despedirse uno de los muchos asistentes al “adiós” se acercó a la única hija de Antonio a quien su padre, de niña, rebautizó como Naranjita. Y cuando escuché como a esa mujer magnífica, que es la hermana de mi amigo Javier Vassallo, alguien de su edad o poco mayor la llamaba Naranjita, el nombre elegido por su padre después de conocerla y no antes de que naciese, y vi como ella sonreía y se reconocía en aquel nombre, comprendí que Antonio Vassal´lo había vivido para algo, para su propia felicidad y la de los suyos. Y por eso, como el Cid, después de muerto ganó su última batalla y consiguió que su velatorio transmitiese alegría, fuese -de algún modo- una fiesta.

 

LA DIVA ESCRIBA

Comienza a alcanzar la categoría de tradición que el premio Ateneo de Sevilla se presente en Madrid ante la prensa con una comida en Lhardy, uno de los restaurantes más literarios de la Villa y Corte; y dentro de ese marco costumbrista se opta siempre por el jueves para hacer la presentación porque es el día del cocido, que es también el menú más literario de Lhardy. Si el año pasado Vanessa Monfort, la ganadora del premio Ateneo Joven, que se falla y presenta al mismo tiempo, amenazaba con robarle brillo y lustre a la ganadora senior, Eugenia Rico, este año la ganadora senior, la de verdad, la del Ateneo clásico en su edición número treinta y nueve, Espido Freire, la diva escriba, era ineclipsable. Entre otras cosas porque es de la misma edad que la ganadora del Ateneo Joven, Raquel Martínez (Sombras de unicornio), pero también por su calidad como escritora, y -otro también- por su presencia, cercanía y calidez. La comida/presentación fue un éxito absoluto, y a ello contribuyó una jugada que me atrevo -why not?- a considerar como magistral (espero sea imitada en el futuro) ideada por el escurridizo editor de Algaida y responsable del premio Ateneo: Miguel Ángel Matellanes, quien decidió ahorrarse las figuras de los presentadores habituales en este tipo de actos, permitiendo a las autoras oficiar de embajadoras de sí mismas y de este modo acortar la ceremonia
Nos tuvieron que echar -relajados y felices como en casa de un buen amigo a los últimos periodistas y al editor y a la autora de Soria Moria (la diva escriba); “perdonen, pero es que abrimos muy pronto para las cenas”. Eran más de las seis cuando nos separamos de la autora que se ha alzado con absoluta justicia con el prestigioso galardón que es el premio Ateneo de Sevilla. Nunca había leído a Espido antes de este libro, lo admito (es lo malo de ganar el Planeta, y más si eres el ganador más joven de la historia, que el resto de la profesión tiende a mirarte por encima del hombro y pensar que eres un simple montaje comercial que se desbaratará solo con el paso del tiempo). Pero Espido Freire es una escritora de verdad, de las poquísimas en estos tiempos que se juega al sexo como si fuera parte del talento literario (literario o de cualquier género: se juega al sexo y a los porcentajes). Soria Moria recuerda -hay un aroma común en la entrada de la novela- a Retorno a Brideshead, la mítica obra de Evelyn Waugh y está escrito con un poderío y una seguridad insólitos, quizá porque su autora no ha tenido ni una infancia ni una adolescencia convencional, desde los cuatro años comenzó a estudiar canto y a los catorce se subía al escenario con Carreras. Esa madurez anticipada ha sido, sin embargo, digerida perfectamente, aunque imagino que no sin esfuerzo, por Espido Freire, y gracias a ello consigue resultar entrañable y próxima, pero al mismo tiempo ha dejado una huella, un halo casi imperceptible, de diva, de gran artista, que lejos de restarle atractivo -como personaje y como persona- lo incrementa. Fue un placer para mí conocerla el pasado jueves y recomiendo -garantizo- su último libro, su Soria Moria, el lugar imaginario en el que se refugian o pretenden refugiar los protagonistas de la novela y en el que están invitados a refugiarse, sí así lo desean y su capacidad de imaginación se lo permite, todos sus lectores.

UNA EXPOSICIÓN DE ANGEL HARO

Al salir de Lhardy aún estuve largo rato conversando con Matellanes. Tomamos una copa en el Central y caminamos juntos hasta Atocha.
-¿Te vas a nadar?
Sonreí. ¡Qué malo es conocerse!, como dicen en Murcia.
-No tengo tiempo, a las ocho y media se inaugura en la Galería Zambucho una exposición de Angel Haro, si quieres puedes venirte.
-No, no gracias. Pintura no.
Me reí y ya solo llegué hasta el Museo Reina Sofía y lo dejé atrás para subir hasta Zurita donde se encuentra la Zambucho. No aguanté mucho rato, ni siquiera me quedé al coctail, porque estaba demasiado, y aún otra vez demasiado, cansado, pero me encantó ver a mi viejo amigo Ángel Haro, a quien conocí en Nueva York hace ya bastantes lustros y al que luego vi con toda la frecuencia posible en mis años murcianos y sigo viendo cada vez que hay ocasión. Los cuadros que se exhibían en la Zambucho Gallery pertenecían a su último proyecto: Andante, una serie que comenzó a hacerse visible el pasado mes de marzo en Mozambique. Haro, amén de pintor poderoso al borde de lo escultórico -jamás olvidaré sus maravillosos Cachorros- es un viajero impenitente y ha recorrido el mundo en busca de inspiración y experiencia vital. No aguanté mucho, ya digo, mi cabeza andaba sobresaturada de información e inteligencia artística. Me gustó ver sus grandes cuadros y me gustó verle a él, y luego caminé hasta mi casa con la esperanza de que el cuerpo también se cansase y alcanzase una mínima armonía con el alma. Lo conseguí; más o menos. Como confesó -vestido de frívola señorita- el mismísimo Jack Lemmon: nadie es perfecto.


“Me da igual si soy un enano o un gigante; mi tamaño no va a cambiar mi forma de actuar”
De Sosiego, el anti-libro impublicable de Javier Puebla

5 noviembre

DESORDEN Y FUGA
Me aburre la rutina como las colas de los supermercados. Mi vida, desde que tengo una familia, se ha vuelto tan ordenada que hasta los momentos de fuga parecen formar parte de ese orden o disciplina. Así que lo rompo o intento romperlo. Creo que es el sábado cuando me levanto tan tarde como de costumbre (rutina, rutina) y sin ducharme ni afeitarme ni comer (vaya, eso es algo novedoso), pongo a Lola y al niño en marcha sin darles tiempo a pensar: nos vamos a El Escorial, ya comeremos allí y pasearemos y haremos lo que sea, y si hace mucho frío volveremos por la noche y ya está. El niño había pasado una mala noche y todos habíamos pasado una mala noche con él. Funciona. Empieza una tarde en la que hasta la temperatura se alía con nosotros y todos parecemos, estamos, contentos. No ha pasado una hora desde que he salido de la cama cuando ya estamos aparcando en el garaje de Los Arroyos, y apenas una hora después -tras encender la calefacción y comer algo- paseando los tres, somos una familia mínima, por La Herrería de El Escorial, los árboles con sus colores increíbles y el atardecer largo y moroso; nunca nos habíamos cruzado con tanta gente por lo que antaño eran carreteras para los coches, y nunca el ambiente me había parecido tan británico, desde los perros setter hasta las gorras de los señores o los tonos de los abrigos de las señoras. Los niños, Max también, hacen crujir la interminable alfombra de hojas secas, y poco a poco logro olvidarme de la ciudad, el trabajo que me supone la nueva editorial (o más exactamente: la responsabilidad y preocupación constante que me produce la nueva editorial, aunque los libros ya están prácticamente terminados y la semana que entra ya estarán camino de la imprenta y podré dedicarme a otras cosas).
Por la noche, cuando ya no queda nadie más despierto en casa, y después de terminar Encuentro con el Otro, de Kapuscinski, y antes de comenzar Lo que sueñan los lobos de Yasmina Khadra, paseo por la urbanización impecable y solitaria, y me siento como un extraterrestre al que hubieran lanzado a la tierra. ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? He cambiado, desde este verano he cambiado y en los últimos años he cambiado enormemente. Ya ni siquiera me interesan mis viejos sueños, porque seguir siendoles fiel me convierte en su esclavo y carezco de vocación de esclavo. Hay una frase de Nietzsche que leo en el libro de Khadra un rato después: “Cuando me cansé de buscar aprendí a hacer descubrimientos”. Pues eso, se acabó el buscar, es tiempo de descubrimientos. Y para empezar esa noche me acuesto temprano (para mí temprano).
Pero la mañana siguiente es la del domingo. La rutina me llama y sonríe melifluamente. Le devuelvo la sonrisa. Sí piensa que le voy a seguir el juego..., lo lleva claro.

 

NO HAY NADA TAN MARAVILLOSO COMO SER EDITOR

Son las siete y media de la tarde y tengo a José María Mejorada en mi casa para que me firme un papel relacionado con el ISBN de TODOS LOS CHICOS SOLITARIOS (algo así como el carnet de identidad del libro, por si alguien no sabe de que va el tema). Es domingo, Max está cenando y Lola preparando el principio de la semana, y yo revoloteando alrededor de ellos con mi editorial de las narices. En cuanto José Mari acaba de firmar me lo bajo a tomar una caña, porque sigue siendo domingo, y a las doce de la noche -los editores vocacionales sabemos lo que es aprovechar un domingo- he quedado con May Gañán en la estación de Atocha (sic) para que me firme el mismo papelito. Su marido tendrá que esperar diez minutos más después del puente pasado en Andalucía para regresar a casa y meterse en la cama, pero así es la vida, cuando el editor llama el autor baila y sonríe, aunque sea domingo, aunque se acabe de llegar de un viaje. Ah, creo que estoy cambiando de opinión. ¿Dejaré de escribir mis propias novelas y me dedicaré sólo a publicar las ajenas? ¿Quien sabe? En verdad en verdad en verdad me encanta esta profesión repugnante: ser editor. ¡Y mañana tendré que levantarme cuatro horas antes de lo acostumbrado para pasar por el registro! (¡Qué horror!) ¿Puede haber para alguien como yo una vida mejor que ésta?

“Aunque la máquina -el cuerpo- continuaba respondiendo a mis órdenes yo sabía que el mecanismo rozaba los límites del agotamiento, así que me paré, dejé los zapatos en una esquina y me senté a descansar; e inmediatamente el cansancio vino a mí y me abrazó hasta dejarme desmadejado y dolorido”
De Sosiego, antilibro impublicable que escribo a mano hace ya casi dos años, sin fallar ni un solo día, antes de meterme por la noche en la cama.

12 de noviembre

MIENTRAS MI SOMBRERO TRABAJA
Yo me escapo. Me escapo mientras mi sombrero trabaja y asiste a la reunión que celebra el consejo audiovisual del grupo EIG, la segunda desde su creación, en el restaurante del club financiero Génova. Me escapo y subo por una escalera de caracol hasta alcanzar una puerta de cristal cerrada con llave, pero con la llave en la cerradura. Giro la llave y entro en el sobre ático del edificio. Hay una piscina, tumbonas, césped artificial, ningún ser humano. Llevo mi máquina de fotos en el bolsillo y juego con ella, los clásicos autorretratos caprichosos que firmo como Daniel Fénix, y luego me recuesto un momento en una de las tumbonas, el sol me da en la cara, la energía vuelve a mis músculos y cuando vuelvo a la reunión, es el momento del café, vuelvo a colocarme bajo mi sombrero y escucho lo que me cuenta sobre lo sucedido en mi breve ausencia; asiento, sonrío, aporto un par de ideas. Y quince minutos después el sombrero y yo, juntos de nuevo, callejeamos sin rumbo por Madrid, entre edificios restaurados y tiendas encantadores de nueva creación que probablemente ahogará la crisis que empieza. Pero yo no pienso en nada, ni en crisis ni en éxitos. Sólo camino.

“A los veinte años querrías poder matar a tus enemigos; a partir de los cuarenta ya sabes que se van a morir solos”
de Sosiego, antilibro, para el que tengo una oferta de publicación a la que he dicho, con sorisas y dientes, No. Mi antilibro es impublicable

19 de noviembre

 

CON LORENZO SILVA ON THE ROAD
Es lunes y el capitán Silva recoge al sargento Maioranos/ Puebla en la Glorieta de Atocha después de realizar con el coche una maniobra indigna de un ciudadano tan respetuoso y respetable como él. Una hora después estamos en Talavera. Mientras tanto hemos estado conversando sobre lo divino y lo humano; más sobre lo segundo, claro, acerca de los dioses no sabemos tanto (aunque yo alguna vez me haya cruzado con Paul Auster o Malena Gracia). No es la primera vez que acompaño a Silva a un bolo, de hecho es costumbre que ya debe tener ... ¿seis años? Los llamamos “encuentros al cruce” y consisten en aprovechar viajes para vernos y charlar. Deben tener un punto excéntrico o insólito porque mientras Lorenzo firma alguien me sugiere que le acompañe al parking del Corte Inglés, donde hemos aparcado la nave, pues se acerca la hora de cierre del gran almacén. Cuando le explico que, a pesar de tener una nave parecida, al capitán Silva le gusta manejarla personalmente me mira extrañado y no entiende que yo no sea el chófer, el escritor menos famoso que hace méritos ante el ya consagrado guiando su nave a través del espacio manchego; y esa incomprensión hace que se me dibuje una sonrisa en la cara. Esa incomprensión y la magnífica, interesante, entretenida, galería de personajes que conozco en Talavera mientras Silva trabaja (y ahí me siento un poco culpable, pero muy poco, porque su trabajo consiste en hablar de su propia obra, y cualquier autor, en el fondo de su corazón iría de Madrid a Talavera andando -y bajo la lluvia- para poder hablar de su propia obra a un público de alrededor de cien personas; las suficientes para llenar un teatro). Entre quienes conozco ese lunes viajero destacar a un chaval que responde por Paco (luego me entero que es el celebrado poeta Francisco Castaño, once libros en Hiperión, nada menos; pero supongo que por eso es un gran poeta, porque se sigue apuntando a un bombardeo con el que primero que pasa, como fue mi caso, que insistí en que pasase por una puerta antes que yo en francés y él me respondió en el mismo idioma y a partir de ahí..., bueno, parece que nos caímos mutuamente simpáticos), y a una chica llamada Dori (que acude al show con marido e hijo de 15 años; pero es tan encantadora que me gusta “hasta con marido”; él también era un tipo interesante). Cenamos -yo, como no conduzco, abuso un poco del vino- regresamos a Madrid, y la conversación en el interior de la nave, todo es oscuridad a nuestro alrededor, cambia respecto a la del viaje de ida. No planeamos nada ni bueno ni malo, ni hablamos de nada que no pueda ser compartido; sin embargo necesitaría de un libro entero para intentar reproducir el ambiente. Y no diría la verdad, sino que sólo parecería que la digo; aunque en eso consiste la literatura. Así que ni lo intento en tan breve espacio. Cierro los ojos, escucho a los Rammstein -su Live Aus Berlin- y dejo que este texto se termine, como se terminó el “on the road” sin Jim Moriarty pero con Lawrence Silva el lunes pasado.


SIN VOZ, PERO CON FOTOS
Al levantarme el martes advierto, sin excesiva sorpresa, que no puedo hablar: de mi boca salen sonidos modelo “niña del exorcista” y cada palabra me arranca (parece que me arranca, ¡ya! soy excritor: exagero) un trocito de garganta. Así que me callo. Suspendo, por primera vez desde que inventé mi barco/taller literario, la sesión de navegación, y me quedo el día entero en casa, leyendo el folletín de Irvine Welsh: SECRETOS DE ALCOBA DE LOS GRANDES CHEFS, 515 páginas de letra pequeñita que entretienen pero no están a la altura de sus obras más brillantes (TRAINSPOTING, ÉXTASIS, FILTH...), alternando ratos tumbado en el sofá con ratos tumbado en la cama y comprobando, al mirarme al espejo, como mi aspecto de nadador saludable se eclipsa en menos de veinticuatro horas por un simple resfriado (aquí iría bien una frase en latín, referida a la miseria del hombre, pero ahora no la recuerdo y no tengo ganas de buscarla).
El miércoles tampoco salgo de casa pero al menos doy la clase, y recibo un correo precioso de mi amigo del colegio, Jesús Ros, que insiste en su buena voluntad de apuntarse a mi curso “al menos por internet” (sea; no soy de los que fallan a sus amigos), termino la novela de Welsh, cojo LAS LÁGRIMAS DE FRANCO de mi amigo José Antonio Lago pero debido a que la letra es demasiado pequeña en la edición que ha hecho Kaylas y que además fui el primer lector (incluso inductor) de la obra hace ya un tiempo largo, vuelvo a dejarla en el anaquel donde están los libros pendientes (un huevo de ellos) y paseo por entre las páginas -bien editadas, agradables, letra grande- del último libro (pero habrá más, como me advierte Fernando en la dedicatoria manuscrita) de Sánchez-Dragó, que es una delicia, de algún modo comparable con su amado Tao Te Kin, porque se puede abrir por cualquier sitio, invita a pensar casi en cada frase y sobre todo transmite la quintaesencia de esa creación genial de Fernando Sánchez que es DRAGÓ.
El jueves sigo casi sin voz pero salgo a la calle, vuelvo al ruedo, ¡no hay más pelotas! Tengo que conseguir un local para presentar los seis títulos de mi flamante editorial, y en Blanquerna mi contacto, Luis Martínez-Ros, me dice que no hay nada qué hacer a pesar de que soy el recordman de ventas y asistencia de la librería (el año pasado en diciembre, 140 libros vendidos y público hasta en el peldaño más alto de las escaleras); supongo que se debe a que no soy catalán y Blanquerna es propiedad de la Generalitat (hay que joderse, “soc de Madrit” y “parlo catalá” debido a que estuve viviendo en Barcelona cinco añitos; pero ni por esas). Así que me pongo en contacto con María Angustias, la madre de mi amigo Carlos Madrigal y a través de ella un hombre joven me espera bajo los retratos del Ateneo: Miguel Pastrana. En el Ateneo tampoco soy “catalán” del todo pero al menos algo así como un francés o un valenciano y aunque es tarde para hacer la presentación en diciembre van a hacer lo posible, y se nota que es verdad, para arreglarlo. Es casualidad que horas después pase por Fuentetaja, la nueva Fuentetaja enfrente de la antigua y desmoronada, me pasme lo bonito que ha quedado el local y más casualidad aún que esté allí Amelia, la dulce y sabia y siempre un poco crítica consigo misma (nunca he comprendido muy bien por qué, quizá por sabia, pues en comparación con el resto de los mortales sólo le faltarían unas alitas para ser un ángel capaz de volar entre las nubes del cielo), y le comento a mi amigo Pacios, que me acompaña, que también podría ser un sitio interesante para hacer la presentación. A esas alturas del rodaje de “Vida de Javier Puebla, la película” ya me he relajado e igual me da hacer la presentación en diciembre que en enero y en el congreso de los diputados o en el comedor para indigentes de las monjas carmelitas. Donde se pueda y como se pueda y cuando se pueda. La garganta vuelve a fallarme y corro de nuevo a casa para saltar del sofá a la cama y de la cama al sofá, esta vez con MALACARA, de Fadanelli, entre las manos (la promesa de leerme el catálogo entero del año 2007 de Anagrama se me hace un poco cuesta arriba cuando estoy en mitad del baile social; en verano era pura delicia).


Me levanto temprano el viernes, tempranísimo para mí, antes de las nueve, porque tengo cosas que hacer y he quedado para comer con alguien cuya compañía es tan placentera para mí como lo era leer las aventuras de Tintín cuando era niño: Luis Alberto de Cuenca. Nos hemos citado en La Ancha, y ya estoy llegando cuando suena mi móvil y Luis Alberto, so gentleman, cualquier otro no habría llamado, me dice que llegará cinco minutos tarde; y esos cinco minutos inesperadamente disponibles los disfruto como un niño -como un niño que va a leer un Tintín que no conoce- jugando con mi máquina de fotos, la luz del mediodía otoñal, las sombras largas y la provocación de retratarme a mí mismo andando por la calle: queda de lo más extravagante, la gente suele incluso pararse para mirarme y una vez en Belgravia, Londres, un chico borracho para impresionar a su novia gritó: stop to take pictures of yourself, aunque hasta la fecha nadie ha tenido la generosidad -me encantaría- de pedirme un autógrafo. Ya en La Ancha, los mejores escalopes de la Villa y Corte, le enseño a Luis Alberto las fotos, le gustan y sorprenden, y le hago una demostración de como se hacen poniéndome a su lado y compartiendo el autorretrato (el resultado me encanta, es digno de uno de esos bonitos MIRAMIENTOS que escribía Javier Marías; en la imagen se ve a Javier Puebla pequeño, algo cansado pero con un brillo pícaro en la mirada de ojos levemente entrecerrados y a Luis Alberto de Cuenca enorme, a pesar de que está más lejos del objetivo, tranquilo, perdido en sí mismo a la par que conectado, y derrochando afecto (siempre derrocha afecto, debe tener un corazón grande como el de un héroe), mientras que el óvalo de su rostro, la frente despejada, me hace pensar en Cela, otro creador poderoso y sugerente; en el Cela de antes del Nóbel y el alistamiento en la marina, en el de Oficio de Tinieblas 5 o San Camilo 1936. Las dos cabezas forman en la imagen una diagonal, fruto del azar o de la magia del invisible Daniel Fénix que es quien firmará la foto, que induce a quien la mira a pasar de un rostro a otro una y otra vez sin llegar a comprender del todo el enigma.

Habría disparado una segunda foto, la habría disparado Fénix usando la ayuda de mis dedos, pero en ese momento llego la bella e imparable hechicera Alicia Mariño, a la sazón mujer y compañera de Luis Alberto y momentos después es ella la que se retrata bajo mi sombrero y a mi izquierda mientras Fénix utiliza esta vez los dedos de poeta de LAC para realizar su obra. Aún hay más imágenes de ese viernes porque de La Ancha saltamos a un taxi que nos deja en Génova de donde salgo cargado de libros, Carmen, de Merimée, Vera y otros cuentos crueles, de Villiers de L´Isle-Adam, los sonetos de Luis Alberto ilustrados por el pintor Carlos Forns, La vida en llamas con portada blanca y cedé incorporado, y mientras tanto Fénix, apoyando su cámara digital en el ala de un bombín negro que corona la cabeza de un Tintín gigante, ha seguido haciéndonos fotos. Y cuando me separo de mis amigos, de las dos personas que son capaces de hacerme sentir como si fuera parte de un libro, un muy buen libro, pienso que mi garganta ya está bien y yo estoy bien..., pero es mentira. A los cinco pasos en soledad mi voz vuelve a romperse y la debilidad se agarra a mis piernas intentando convencerlas de que están hechas de goma o chicle; así que cojo un metro, regreso a casa, y me preparo para -un último esfuerzo- acudir al 50 aniversario de la boda de mis tíos Maribel Taylor y Fernando Mena.

Como estoy algo débil y me voy de José Luis, el restaurante, antes de que acabe la celebración apenas me llevo conmigo una sensación de tristeza, de que el tiempo pasa sólo para destruir: a mi tío le atacó un coágulo en el cerebro hace trece largos años y no volvió a ser el mismo, y mi tía, que en ningún momento se despegaba de él, estuvo a punto de dejarse vencer, ir, cuando su amigo y mentor y sostén moral, el filósofo Julián Marías, falleció el pasado año. Y al irme antes, abandonar la sala sin que hayan bajado el telón y soplado las velas -la garganta, la cara de muerto, el cansancio- me pierdo el baile. El baile, que me cuentan primero mi madre y luego mi mujer, podría resumirse en la imagen de un hombre y una mujer, golpeados por la vida, mi tío y mi tía, que bailan muy juntos, como dos árboles algo vencidos que se apoyan el uno en el otro, y con los ojos cerrados, solos por completo y a la vez rodeados de todos los suyos; bailan en un abrazo largo, estrecho y lenitivo una canción que ambos aman, la misma canción que bailaron juntos por primera vez, cuando se conocieron. Me pierdo ese baile, pero cierro los ojos y puedo imaginarlo, y los ojos se me humedecen tras los párpados bajados, porque les quiero, a los dos, y a sus hijos, en especial a su maravillosa hija Raquel, mi prima, les quiero.


“Una de las singularidades de una fatiga extrema es la imposibilidad de conciliar el sueño inmediatamente. Todos los CAZADORES lo han experimentado. Es algo evidente”
Villiers de L´Isle-Adam, El intersigno

26 de noviembre

DEL CANSANCIO, LAS PRESENTACIONES Y LOS LIBROS
Nunca había leído a Villiers hasta que la semana pasada Luis Alberto de Cuenca me regaló un libro suyo que él mismo había traducido, Vera y otros cuentos crueles, pero sí he leído a muchos autores que previamente habían buceado en la obra del maestro y por ello su voz no deja de resultarme familiar, a pesar de ser -hasta hace unos días- desconocida para mí. La frase -cazada o encontrada- en el segundo relato del libro prologado por Alicia Mariño y publicado por Alianza bolsillo- me gusta especialmente porque yo he sido CAZADOR. Cazador de cuentos y no de escopeta, cierto, pero cazador al cabo. Y cuando emprendí la tarea, casi imposible, de escribir un cuento cada día durante un año experimenté muchas noches, sobre todo a partir del relato número cien, que así se titulada CIEN, esa fatiga extrema, ese cansancio indócil que cada noche me impedía sumergirme de modo natural en el sueño. Cansancio o fatiga muy similar al que he experimentado durante los últimos cuarenta y siete días, en los que -tras abandonar de modo temporal la novela, ya agotadora de por sí, en la que había estado trabajando el verano completo- me enfrenté a la tarea de crear una nueva editorial y preparar nada menos que seis títulos para que saliesen al mundo antes de navidad. Una vez más, igual que con los trescientos sesenta y cinco cuentos, lo logré, pero el cansancio... Al terminar hasta caí enfermo, sin que de nada sirviera me teórica buena forma física resultado de nadar cada día un kilómetro, no beber ni comer jamás en exceso (no me gusta) y dormir cuantas horas me apetece y considero necesarias por las mañanas (me encanta). Esta semana, ya recuperado físicamente, me he propuesto, colocado en el primer lugar de la lista de mis prioridades, descansar. Aún así existen compromisos que, nobleza obliga, no me parece correcto esquivar. Me atreví a no ir a la presentación de la obra completa de Pedro Salinas, publicada en la maravillosa colección Avrea de Cátedra (¡con lo que ha trabajado mi querido amigo Emilio Pascual en ella!), pero cuando me llamó José Antonio Lago, el Rojo, para que acudiese a la presentación del último título de la editorial Kaylas en El Bandido Dóblemente Armado mi sentido de la amistad me impidió inventar una excusa, o simplemente decir la verdad: estoy intentando descansar, para no acudir al acto. Así que el jueves veintidós a las ocho de la tarde estaba en el bar-librería de la calle Apodaca, donde quizá sí habría cabido un alfiler pero no cinco personas más, para escuchar a Ernesto Pérez-Zúñiga, Ángel Fernández Fermoselle y un tipo alto de cráneo rapado, presentando CONTINENTAL, una novela de David Fernández de la Fuente que, por lo que escuché, “suena” interesante. Aunque no era CONTINENTAL lo que me había llevado a visitar EL BANDIDO, la librería de mi colega Diego Pita Puértolas. Yo estaba allí, claro, por El Rojo, por José Antonio Lago y sus LÁGRIMAS DE FRANCO a cuya puesta de largo no pude acudir pues tenía baile privado en mi propio taller literario. También me apetecía saludar a Ernesto, me simpatiza especialmente, y ver como era la cara de Fermoselle (conozco la leyenda: ha sido presidente de un club de fútbol, el Valladolid, creo, su padre es dueño de una inmobiliaria, fue colaborador durante largo tiempo en una de las revistas donde yo ahora soy columnista, Cambio16, y además se asegura de él que lee todo lo que publica; es inhabitual, lo sé bien que me dedico hace más de ocho años full-time al oficio) y a quien me imaginaba con un físico diferente, no tan activo. Pero, repito, mientras la mayoría de los asistentes dirigían su atención hacia CONTINENTAL la mía, en la memoria, estaba centrada en LAS LÁGRIMAS DE FRANCO. José Antonio Lago escribió LAS LÁGRIMAS, el primer manuscrito, hace unos doce o trece años, y fue en parte gracias a mi insistencia -marca de la casa- que logró terminarlo, y como premio lo mandé a Anagrama, de donde lo devolvieron a la velocidad del rayo quizá espantados porque el nombre de Franco figurase en el título. LAS LÁGRIMAS DE FRANCO es una novela de aventuras y amistad, es una novela de ficción, es decir: es mentira (Lago insiste en ello hasta el hartazgo en las abundantes notas a pie de página que adornan el libro). Y en ese sentido está emparentada con obras como EL NIÑO DEL PIJAMA DE RAYAS, en la búsqueda del lado humano de quienes la historia, o una parte de ella, ha condenado para siempre como monstruos: Hitler, Franco. Pero sobre todo es una historia de perdón, y más que de perdón de olvido, de matiz de esa memoria histórica tan de moda en este momento y que no admite que nuestros recuerdos se completan SIEMPRE con el yeso de la imaginación. No soy adecuado para juzgar si el libro es excelente o tan solo muy bueno porque de algún modo soy parte implicada, mi nombre aparece en una lista de “muertos” que es un guiño privado del autor a sus amigos más cercanos, pero sí puedo decir que se lee con facilidad, es diferente y, como todo lo que escribe José Antonio Lago, tiene corazón; es, o parece, humano.

Nada más terminar la presentación regresé a casa a seguir descansando, escribir estas palabras, pensando que ya no tengo nada qué hacer hasta el lunes excepto acudir a la fiesta de cumpleaños, sonadísima, de mi queridísima Carmen Seoane. Admito que me apetece mucho más su fiesta que cualquier presentación de un libro.

 

“Quien me puso la zancadilla hoy me necesita y pide el soporte de mi mano para apoyarse en ella. Y se la doy, extiendo mi mano. Noto un escalofrío en su mirada cuando la toma y se afirma sobre ella. ¿Acaso puede extrañarle que mi mano esté tan fría?
de Sosiego, el antilibro que crece y crece en mis bolsillos.

3 de diciembre

MUERE UN ÁNGEL
-Tengo una cosa para tu niño, espera, que voy al coche a por ella.
Intento resistirme, porque sé lo que le cuesta andar, pero estoy contento de verle porque pensaba que le iban a operar, primero del corazón y luego de las rodillas, y sin embargo allí está, todo luz, en la puerta del Canoe, insistiendo en que le espere, que va a su coche y vuelve enseguida, pero como es natural le acompaño, acompaso mi ritmo al suyo y le ayudo a sacar la caja.
-Me dio Schuster dos o tres, y guardé uno para tu niño. Es un uniforme del Real Madrid.
Para cinco o seis años, pero tu hijo es muy alto.
Sólo le ha visto dos veces como máximo pero se acuerda que es alto, lo es. De hecho es conmovedor que piense en mí, y en Max, mi hijo, para un regalo tan maravilloso: el niño duerme con el uniforme puesto esa noche y probablemente sueña que es el mejor jugador de fútbol de la historia.
-Muchísimas gracias, ángel (lo digo con minúscula y alas, aunque su nombre sea con mayúscula y apellido, Navacerrada, Ángel Navacerrada, campeón de España de boxeo a principios de los sesenta, masajista de prestigio internacional entre cuyos clientes y admiradores están desde Schuster hasta Sánchez-Ocaña; un hombre a quien sólo conozco de los vestuarios del Canoe, pero que siempre -siempre siempre siempre- ha tenido una palabra amable para mí, siempre ha apuntalado el árbol que soy cuando ha visto o intuido que amenazaba con irse abajo: “lo ideal en el peso es ser proporcionado, como tú”, “eso de la rodilla no es nada, se pasará solo”, “baja un poco el ritmo y no vengas un par de días y volverás a sentirte como nuevo”..., un ángel. Un ángel que se molesta y esfuerza en llegar hasta su coche para darme un regalo para mi hijo, y a quien no volveré a ver porque siete o diez días después otro compañero de vestuario me comenta, equivocándose de nombre, pero yo adivino que se trata de él, que no ha salido de la operación, que le subieron al cuarto y al poco rato tuvieron que volver a bajarle urgentemente porque se desangraba vivo. Le había estallado el corazón. Sucede, cuando naces humano y eres capaz de comportarte con los otros pobres humanos que te rodean con la calidad de un ángel. Sucede que el esfuerzo es mucho, demasiado, y antes o después, claro, te estalla el corazón.
En el mío, sin duda no tan angelical ni bondadoso como el suyo, guardaré yo su recuerdo hasta el último de mis días. Ángel Navacerrada. ¡Campeón!

CÁTEDRA

La semana pasada fallé, no acudí a la Residencia de Estudiantes, donde se presentaba el magno, impresionante y seductor trabajo que publicaba la Editorial Cátedra en su colección Avrea: las obras completas de Pedro Salinas, casi cinco mil páginas. Fallé porque las fuerzas no me alcanzaban, el tiempo se me escapaba como lágrimas entre los dedos y sólo la voluntad -soy un hombre que duda ni flaquea porque su objetivo es lo imposible- me permitía seguir en pie y cumpliendo con mis más inevitables obligaciones. Pero cuando me llamó María Lacalle, la jefe de prensa de Cátedra, para recordarme (gracias, María, me gusta que me llamen y recuerden las cosas) que en el HOTEL DE LAS LETRAS, se presentaba la GUÍA DEL CINE ESPAÑOL de Carlos Aguilar, miré mi saldo de energía y comprobé que había salido de los números rojos, que no pasaba nada por dormir sólo un par de horas una noche, y podría acudir, como lo hice, el jueves a las once al bonito hotel situado en la Gran Vía madrileña, asistir a la presentación y ver, y conversar con él, a mi muy querido e infinitamente admirado amigo Emilio Pascual.
No me arrepentí del pequeño esfuerzo. La presentación fue una delicia. Sucede que Emilio Pascual posee la rara cualidad de entusiasmarse con su trabajo, un trabajo que para cualquier persona normal (para mí, por ejemplo, aunque la normalidad no sea precisamente mi fuerte) sería tan temible como estar condenado a galeras: me refiero a la edición de obras monumentales como las que realiza, las compone él personalmente, para la colección Avrea como la de Salinas, que acaba de aparecer, o la de los Moratín, padre e hijo, sobre quienes me contó una anécdota bellísima, digna de una novela. Moratín padre llevaba un diario en el que lo anotaba todo, incluso cuando se iba de solaz y esparcimiento con meretrices (entradas que hacía en culto y discreto latín); pues bien, al morir el padre, el hijo encontró el diario y lo continuó en el punto exacto donde su padre lo había dejado. Los aficionados al cómic clásico sabrán que así era la historia de EL HOMBRE ENMASCARADO, se transmitía el disfraz de padre a hijo ad infinitum para lograr una suerte de apariencia de inmortalidad.
Pero lo más sorprendente es como logra Emilio Pascual transmitir y contagiar su pasión por esos trabajos difíciles e incluso heroicos; ante mí, el jueves, tenía la prueba. Había convencido a Carlos Aguilar que realizase más de seis mil fichas de películas, todo el cine español desde 1987, que corrigiese los errores de trabajos anteriores sobre el cine español, buscase más de 500 ilustraciones, maravillosamente reproducidas, y además escribiese en sólo veinte páginas la historia completa de nuestro cine. Aguilar no fue consciente de que se había comprometido a un cuasi imposible hasta que estuvo metido en harina hasta los codos y ya no era de recibo abandonar..., así que acabó la obra. Magnífica, divertida -porque Carlos se moja y opina- y erudita al mismo tiempo, una herramienta imprescindible, obligatorio que esté en todas nuestras bibliotecas, para los estudiosos del cine español, pero también una delicia para cualquier lector que haya ido al cine de modo normal en nuestro país, porque como dijo Fernando Marías respecto a la obra: “ojear la obra es como repasar la historia de mi vida”. Y es cierto, el cine era magia, quizá aún lo es. Como magia es la obra de Carlos Aguilar, y en general las maravillosas publicaciones de Cátedra. Todo rigor. Y pasión.

PRESENTACIÓN DE MI PEQUEÑA EDITORIAL: HAZ MILAGROS (el nombre está sacado de un cuento de Panizo, Javier Panizo, el hombre de LA JAVIER PANIZO COLLECTION que de momento no puede leerse en esta página, pero quizá lo suba el día de la presentación).

Será el lunes 17 de diciembre en la nueva sede de la LIBRERÍA FUENTETAJA, calle San Bernardo 35, a las 7 de la tarde. Quien aparezca será bienvenido, y luego nos iremos a tomar un vino, y lo que caiga, a EL TERCER TIEMPO, junto a la Plaza de las Comendadoras. (en la foto que sigue Alfonso Otero, en la librería que actualmente ocupa el espacio de lo que fue un banco: ¡viva -a veces- la vida!)


 

No dudo ni flaqueo, mi objetivo es lo imposible
de Sosiego, el anti-libro impublicable que desde hace más de quinientos días escribe a mano cada noche, sin fallar ni una, el extraño Señor Puebla

 

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A partir de cierta edad la vida se vuelve, sobre todo, administrativa
Michel Houellebecq, LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA
(No será para tanto, Monsieur Houellebecq)
Javier Puebla


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