DIARIOWEB DE JAVIER PUEBLA SEGUNDO TRIMESTRE 2007 (hasta julio) (desde 2005 en Internet; Hemingway nunca tuvo uno igual)

Bienvenido, curioso lector inernauta a ....
-MI VIDA LITERARIA-


(ÚLTIMA ANOTACIÓN)

"Me cortaron las alas pero me empeñé y me empeñé y logré volver a volar moviendo los cojones. Al principio era muy cansado y hasta doloroso, pero ahora lo llevo bien, aguanto las horas que me apetece en lo alto y hasta me permito alguna acrobacia aérea de cuando en cuando"
De Sosiego, mi antilibro impublicable

Diarioweb 2 de abril 007.

Días extraños, desordenados, raros y hasta uno robado. El nueve, más o menos, del mes pasado, marzo, volé hasta Amsterdam para dar una conferencia en un lugar encantador, Molinos de Viento, y conté con un maestro de ceremonias, el ínclito Diego Sánchez-Bustamante, que logró la magia de convertir la pequeña charla en una auténtica obra de teatro (ya la entrada fue puro teatro: los dos vestidos con sendos abrigos tardo-franquistas que dejamos caer al suelo en parte porque no había perchas pero también porque era un buen modo de robarle la atención al público). Entre el público, y para mi sorpresa, estaba una vieja amiga que aunque al principio no me reconoció luego tuvo la amabilidad de acompañarme en el camino de regreso a casa (en el Canal de los Caballeros, residencia oficial del cónsul general de España) por un Amsterdam festivo, borracho de viernes. Y el sábado, pocas horas después de la conferencia en Molinos de Viento, comenzaba la verdadera aventura: clavaba mis nalgas en un asiento clase turista para una relación de nueve horas largas que me dejaron el coxis baldado, pero ese era el precio de volar hasta Hong Kong. En el interior del aeropuerto, mucho antes de la cinta con los equipajes o la aduana, un chino grande y bondadoso, llamado Peter Lai, chófer del consulado, me esperaba con un cartel enorme en el que podía leerse mi nombre. El viaje había sido duro, pero a partir de ese momento, pensé, todo sería sencillo.

Me equivocaba. La fortuna había volcado la mejor de mis cartas y Camilo Alonso-Vega, que iba a ser mi protector en Blade Runner City, alias Hong Kong, había enfermado repentinamente y permaneció en la UVI, en la temida y horrible UVI todos los días que permanecí en la ciudad; ni siquiera pude hablar con él por teléfono. Pero, y lo que sigue parecerá -porque lo es- magia, estuvo conmigo en todo momento, me cuidó como si me llevase de la mano aunque no llegué a verle ni una sola vez. En efecto, me alojé dos días en su casa, en el Victoria Peak, con las mejores vistas sobre Hong Kong que nadie pueda imaginarse (pondré alguna foto que sirva de insuficiente referencia), Malika, su mujer, me atendió hasta donde era posible entre visita y visita al hospital, y Nur, su única hija fue mi guía y faro en la excursión que hicimos hasta el punto más alto de la ciudad en el Pico Victoria. Y cuando dejé la casa para instalarme en el Lan Kawi Fong Hotel, de Aberdeen Street ya había aparecido el ángel. Sí, un ángel con aspecto de mujer, Ana Ariza, me cuidó en todo momento, muy probablemente guiada por el poderoso espíritu de Camilo durante mis días de Hong Kong.
No fueron muchos, cinco o seis, pero tengo la impresión de haber vivido allí, de conocer la ciudad como la palma de mi mano (conozco fatal la palma de mi mano a pesar de que una vez dediqué al tema toda una novela).

Algunos momentos de mi corta -hasta la fecha- vida en Hong Kong.

La noche que cené en la cúspide de La Vela, un rascacielos rematado en forma de llama, en la península de Kawloon. La vista de la isla con sus rascacielos y su derroche de luces no era superior al servicio tan esmerado como el de una abuelita, la música que parecía una salsa más de la comida, la compañía de Ana y Rocío.
El viaje a Stanley buscando camisetas de Tintín; la costa azul en Asia desde el segundo piso de un autobús.
La comida en el China Club, la mezcla armoniosa de razas, la biblioteca con su ambiente de club inglés victoriana, los cuadros que colgaban de las paredes, la terraza.
La clase, igual que las de Madrid, que impartí un martes (de nuevo igual que en Mad Madrid) y que a pesar de mi cansancio borracho, el jet-lag es más fuerte que el vodka, fue un éxito y hasta me atrevería a escribir alguno de los nombres de quienes asistieron aunque ya han pasado más de diez días, veamos: Jacqueline, Sandra, Claudia, Ángel, Felipe, Virginia, Rocío, Mercedes... Mercedes, la impagable Mercedes Vázquez, sin cuyo entusiasmo e iniciativa mi viaje no habría existido, porque fue ella quien propuso mi nombre a la universidad de Hong Kong con motivo de la semana hispánica que contaba con la colaboración de varios consulados, entre ellos el de España comandado por Camilo Alonso-Vega.
La calle de las copas en el centro, con Ana y Menchu, ahora no recuerdo cual era el nombre de la calle, what was the street name, pero sí como los taxis paraban uno tras otro, formando una hilera blanca y roja, los colores de sus carrocerías, que recordaba la filmada por Fellini en la Dolce Vita, y creo que no me habría sorprendido si de uno de esos taxis hubiese bajado Mastronianni, Paparazzo, y se hubiese acodado en la barra junto a mí para tomar un whisky con hielo. Esa noche me escapé del cuidado de mi ángel y acabé en el piso de un estudiante americano, Mark, y dos chicas de Minessotta (sonaba a chiste), aunque no aguanté demasiado porque el cansancio era más poderoso que las ganas de marcha.
La conferencia, que improvisé de principio a fin, durante dos horas en la Universidad de Hong Kong ante un público de más de ochenta personas a los que convertí en conferenciantes mientras yo me transmutaba en espectador (les pedí que posaran para la foto y les dediqué un aplauso entusiasta al final del show, su show)..
Una tela en el suelo donde se vendían cáscaras de limón secas y los rostros igual de secos del hombre y la mujer que los vendían.
El mercado en las lane de la ciudad. Las escaleras mecánicas subiendo y bajando al aire libre.
Los colores vivos, los caracteres chinos, los bolsos de marca falsificados.
Las calles atravesando edificios como en un dibujo de Escher, las pantallas gigantes con la cara de una mujer oriental llenándolas por completo.
La ciudad dividida en niveles: un Starbucks en la planta menos tres, otro en la cero, otro en la cuatro de Pacific Square.
La sensación de que ningún lugar era peligroso y Javier Puebla paseando y cantando solo junto al puerto a las tres de la noche.
Los agujeros en los rascacielos para que el viento pudiese pasar y no los derribase cuando soplaba el monzón.
El té chino.
El uniforme de la camarera que arreglaba mi cuarto.
Sentirme en casa en una ciudad tan ajena, tan en casa que hasta comencé, y fue menos de una semana, a olvidar Mad Madrid, mi propia casa, mi familia, mis cursos, mi vida literaria, mis libros... Me habría quedado, estoy así de loco, soy así de raro. Me habría quedado y habría sido feliz en esa ciudad de Asia que conocía sin conocer, y -quizá me entienda alguien: me quedé. Ahora vivo en Hong Kong, con otro nombre, Traum, Delgado, de Santiago y otra cara, me siento allí, sé lo que sucede en la ciudad. Vivo en un apartamento pequeño y algo viejo, en los próximos días empezaré a escribir -creo- un libro...

Pero también vivo en Madrid, otra vez en Madrid, y estoy en todos los caldos que huelen bien mientras se cuecen. Sí, he vuelto, actualizaré como siempre mi página web cada semana, aunque quizá vuelva a leer, como me sucedió ayer, una entrevista que hizo Marta Checa de la agencia Efe, a Javier Puebla, escritor español que visitó Hong Kong con motivo de la semana hispánica del año 2007 y de algún modo -la magia, los nombres supuestos, el poder de la imaginación- se quedó en la ciudad y con la ciudad para siempre.

 

Aquí hasta los pobres calzan adidas
Raúl Guerra Garrido. La soledad del ángel de la guarda

16 de abril 007.
Me llaman de La Clave para entrevistarme sobre las tertulias literarias. ¿Siguen existiendo? ¿Tienen la importancia de antaño? ¿Cuales conozco? Naturalmente le hablo de la tertulia de la Cruzada, dirigida por Nacho Fernández, y al hacerlo advierto que no frecuento ninguna otra excepto la que dirige, ante quien quiera verla, Fernando Sánchez Dragó en Telemadrid: Las noches blancas, que ahora se emite los viernes a eso de la una de la noche. Y es colgar el teléfono y que me llamen de Las noches blancas para ver si soy capaz de comerme un limón sin hacer muecas. Claro que soy capaz, y estoy encantado de que me llamen porque la noche anterior había escrito a Fernando, su genial telenoticias nocturno, para sugerirle que invitase a Sergi Pamies para que hablase de su excelente, excelentísimo, libro de cuentos, titulado Si te comes un limón sin hacer muecas.
El jueves viene a buscarme un coche de la casa y cuando llegó al plató me encuentro a dos de mis tribunos favoritos: Santiago (el Marqués de Tamarón) y Rafael El Travieso (Rafa Reig). Está también Silvia Grijalba, a quien aún no conocía, Pamies (gracias, Fernando, por llamarle) y alguien a quien debería haber conocido a la mañana siguiente en un desayuno de prensa: Raúl Guerra Garrido, y cuyo último libro, La soledad del ángel de la guarda, había estado leyendo -y disfrutando- la noche anterior. Me divierto muchísimo, como casi siempre, durante la grabación del programa. Quizá incluso me divierto demasiado, intervengo demasiado y lanzo al cajón de los libros que habría que enviar a una lista desierta demasiados libros: El dinosaurio de Monterroso, la última novela de Mañas, y hasta el Sonríe Delgado, de Javier Puebla. En la mesa hay varios platos con limones en honor del libro de Pamies, a ver si alguien se los come sin hacer muecas (aunque es a mí al único que desafía Dragó y salgo -creo, pero quien quiera comprobarlo tendrá que ver el programa- airoso del lance).


A las siete y media del mismo jueves hay dos actos a los que había pensado ir. ¿A los dos a un tiempo? ¿Primero a uno y luego a otro? La presentación oficial en el Círculo del libro de Pamies (pero ya he estado con él en el plató y parece que no tiene mucho sentido) y la fiesta del Premio Primavera ha celebrarse este año por primera vez en el Price. Al final no voy ni a un sitio ni a otro y me pierdo por calles y bares, escribiendo a ratos y aprovechando las olas del tráfico y la lluvia incesante para charlar con quienes llamo o me encuentro.
Y tampoco acudo -ay, este chico, la mañana siguiente al desayuno de prensa de Guerra Garrido organizado por Alianza, porque me parece redundante, y resulta imposible no pensar que en Las noches blancas se condensa la quintaesencia de la vida literaria de la Villa y Corte, y que cuando uno acude al programa ya deja todo el pescado vendido y poco práctico sería dedicar las horas a visitar otras lonjas.


Por lo demás: el sábado voy al cine y a cenar con mi chica, mi señora, porque -amén del día de la república- es mi cumpleaños. Nunca lo celebro, aunque es agradable que te llamen, recibir algún regalito y salir de paseo con tu chica por una ciudad tan viva y cambiante que, aunque me paso la vida en la calle, al final siempre desconozco

.La clave de la infelicidad reside en hacer las cosas al modo de otro
De Sosiego, mi antilibro impublicable

23 de abril 007.


El jueves 19 se celebraba la clásica, mítica, fiesta anual de los Premios Cambio16 en el Joy Eslava de Mad Madrid (tan "mad" como siempre a pesar de los titánicos y acertados esfuerzos del alcalde). El acto inició sus pasos con la incombustible Alaska, quien más que mantenerse con los años mejora con el paso de los mismos; si alguien se molesta en comparar una foto de la niña mofletuda, casi de cuadro velazqueño, de la época de Kaka de Luxe o de Pepi, Luci y Bum, y otras chicas del montón, con la atractiva y elegante mujer que subió al escenario del Joy a recoger su premio no tendrá otro remedio que darme la razón. Como cantaban los Stones, y han versioneado mil grupos, Time is on my side; Time is in Alaska side). Debido a la asistencia de políticos varios: la simpática Carmen Calvo, la top vicepresident María Teresa Fernández de la Vega, en algunos momentos daba la impresión de que había más guardaespaldas, ángeles de la guarda como les llama mi amigo Raúl Guerra Garrido en su última novela, que invitados. Pero se trataba de una impresión pasajera, porque en el Joy estábamos prácticamente todos los que teníamos que estar para celebrar que la revista cumplía nada menos que treinta y cinco años y para celebrarlo la redacción había elaborado un especial con las portadas más significativas, una por año, de los siete largos y trascendentes lustros de la última historia de España.
En mi opinión, y aunque ninguno de los personajes que subió al estrado lo hizo sin merecerlo, a quien realmente habría debido premiarse era al artífice de que la gala anual siguiese celebrándose, al hombre que rescató de sus cenizas la cabecera de Cambio16, que tras desaparecer el grupo del mismo apellido, el grupo 16, amenazaba con ser devorada por el naufragio. Estaba allí, naturalmente, el hombre responsable del milagro, de que Cambio16 siga llegando a más de treinta países (cuando viajé hace unas semanas a Hong Kong en el Consulado, encima de todas las demás revistas que se reciben por valija diplomática, encontré, junto a Cuadernos para el Diálogo, Cambio16). Estaba allí y estaba sobre el escenario, pero no recibiendo ningún premio sino entregándolos, junto al insustituible Gorka Landaburu. Me estoy refiriendo, claro, a Manuel Domínguez Moreno, un hombre que apoyándose ante todo en su propio entusiasmo, la fe del escalador que es capaz de apuntalarse sobre el mismísimo aire para continuar avanzando, ha hecho posible que una revista insustituible, nuestra mejor memoria histórica ahora que está tan de moda la expresión, siga en la brecha, y no con paso renqueante, sino llena de ilusión, decidida a seguir creciendo, a sobrevivir treinta y cinco años más y probablemente aún otros treinta y cinco. Si de mí hubiese dependido el premio especial de Cambio16 correspondiente al año 2006 habría sido para él, para Manuel Domínguez Moreno, amigo de sus amigos y ser humano de calidad incuestionable mucho más allá de su cargo de presidente-editor de la revista. Y desde esta humilde columna así quiero y deseo decirlo, otorgarle mi aplauso, mi más cerrada y entusiasta ovación, quitarme ante él -y lo hago muy pocas veces- mi quizá ya demasiado famoso sombrero.

A la mañana siguiente, viernes, se presentaba en un hotel de Gran Vía una colección de novelas dirigida a mujeres de treinta y tantos. Iniciativa que, en un principio, podría tocar las narices, por lo de la discriminación positiva, pero que bien pensado es digna de elogio pues el responsable, Miguel Ángel Matellanes, editor y alma de Algaida, lo que está intentando es que nuestra literatura, nuestro mercado editorial alcance un nivel sino igual al menos no demasiado lejano al que ya existe desde hace muchos en el mundo literario anglosajón, en el que se habla de Lad Fiction (literatura para colegas) o Flash Fiction o Pain Fiction (literatura del sufrimiento) para ayudar al amplísimo sector de lectores a orientarse en el cada vez más oceánico escaparate de la oferta editorial. No pude ir porque estaba durmiendo (que no dormido, como dijo una vez nuestro último Nobel, señor Cela, quien naturalmente apostilló, para que el periodista le comprendiese que no es lo mismo estar durmiendo, acto voluntario, que dormido, involuntario, al igual que no lo es estar jodido que estar jodiendo).

Sin embargo la velada más deliciosa de la semana, el momento más feliz, me lo regalaron los pintores (para mí antes amigos que pintores; o al menos tan pintores como amigos) María Luisa Sanz y Joaquín Capa que nos invitaron a mí y a mi chica, mi señora, mi mujer, mi mitad, a cenar en la Alpargatería de la calle Fuencarral y se presentaron con algo que sería insuficiente calificar como regalo. Durante más de un mes María Luisa Sanz, inspirándose en treinta y cuatro de las cien tarjetas de visita que componen mi Jaula-Tarjetero de Cazador de Cuentos, había rellenado todas y cada una de las páginas de un cuaderno de dibujo, y allí, en la Alpargatería de la calle Fuencarral, estaban ante mí sus cuadros, escaneados en pequeñito, recreando algunas de las historias que con tanto amor como locura de escritor fui creando durante todos y cada uno de los días de un año. Me emocionó y desconcertó ver mis más pequeños relatos, los seleccionados entre los 365 para ser impresos en tarjeta de visita, convertidos en imagen, las mismas historias narradas gráficamente y desde un punto de vista diferente, con frecuencia superior, al mío. Intentar agradecerlo sería pensar que puedo hacerlo, así que mejor guardo ya silencio.
Ha habido otros momentos buenos, muy buenos, y alguno malo (de todo hay en la Villa de Mad Madrid, oh señor), esta semana larga y finalmente muy primaveral, pero pertenecen ya al ámbito de la intimidad, historias e imágenes que pueden recogerse en el diario que llevo en el bolsillo, y no siempre, pero que sería inoportuno, exhibicionista y quizá hasta poco respetuoso incluir en esta parte de mi web, que yo llamo, forzándolo un poco, diario, diarioweb.

Le enseña al niño cuanto sabe de la manera más clara y precisa que es capaz. Todo es conmovedor en ese acto. Descubrir que sabe algunas cosas, que puede transmitirlas y -esto es lo más conmovedor- que algunas de esas pocas cosas que él sabe no se perderán del todo cuando él se vaya porque permanecerán en el pecho, en la cabeza, en el alma del niño.
El niño, que con una generosidad desarmante, le ama, respeta y escucha.

De Sosiego, mi antilibro impublicable

7 de mayo 007

LA NOCHE DE LOS LIBROS
La noche comienza con un “movimiento del alma”, como lo denomina Cuca Escribano, la amiga con la que he quedado en la Plaza de Santa Ana a las diez y cuarto para tomar algo y sobre todo ponernos al corriente de nuestras respectivas vidas. Y lo que hago es, siguiendo la explicación de Cuca, un “movimiento del alma” porque desatiendo o esquivo o excuso otros compromisos para reunirme con ella en la Cervecería Alemana. Pero no podía ser de otro modo; Cuca, como sabrán muchos lectores al haber leído su nombre, es actriz, en estos momentos una de sus películas, Atlas de geografía humana, está en todas las carteleras, y aunque suele residir en Sevilla se ha desplazado hasta la Villa y Corte para rodar un con el equipo que normalmente se encarga de poner semana a semana en pie la serie Cuentame. Es un trabajo duro -el trabajo de actor siempre es más duro, mucho más duro, de que quienes lo desconocen puedan imaginar- y Cuca Escribano se ha levantado a las siete de la mañana y ha estado trabajando prácticamente doce horas seguidas. Para mí es un honor y un lujo que después de semejante esfuerzo aún encuentre energía para reunirse conmigo, como fue un honor y un lujo que se apuntase como tripulante o alumna el año que puse en marcha mi humilde taller literario; y ante su esfuerzo, nobleza obliga y placer subraya, solo puedo decir sí.
El destino, confabulado a nuestro favor quizá como premio del mutuo esfuerzo, hace que justo cuando lleguemos se desocupe una mesa en la terraza de la Cervecería Alemana y podamos cenar en la calle. No cabe ni un alfiler anoréxico en la Plaza de Santa Ana, todo Madrid está en la calle, la temperatura es deliciosa y es difícil ver siquiera a alguien con gesto de cansancio o mal humor.
Hablamos largo y tendido, nos ponemos al tanto de nuestras vidas, filosofamos (a ella también le gusta, vive en Sevilla) y cuando la dejo en su casa en lugar de coger el metro o subirme a un taxi decido regresar al hogar dulce hogar caminando, así que bajo por Alcalá, con sus preciosos edificios iluminados: el Metrópolis, la sede del Cervantes, el Círculo de Bellas Artes, y luego callejeo para regresar al corazón de la ciudad, prolongar la dicha del paseo hasta donde alcance la energía de mis piernas.
Cuando por fin llego a casa todos duermen, enciendo el ordenador para escribir un cuento que se me ha ocurrido mientras caminaba, y pongo la tele. Mi amigo Fernando Sánchez-Dragó está comandando su telenoticias diario, y me cuenta, me recuerda -pero ¿cómo he podido olvidarlo?- que es la noche de los libros, que más de seiscientos escritores están firmando ejemplares por toda la ciudad y que todas las librerías están abiertas. Por un instante me siento desplazado, confuso: yo no he estado firmando. Pero enseguida me consuelo: ya había seiscientos colegas dándole al rotulador o al boli. Nadie me habrá echado de menos, y quien lo haya hecho sabrá donde encontrarme al día siguiente: que lloverá. Lo cierto es que para mí no puede haber noche de los libros, porque -como escritor y lector- todas mis noches son suyas: de mis amados libros.


"El elemento femenino, tan paradójicamente generoso con los que toman y tan destructivamente cruel con los que dan"
Liudmila Ulítskaya. Sóniechka

14 de mayo. Es jueves y Javier Puebla acompañado de todos los miembros de su pequeña familia visita la galería de arte ESPACIO ARTEINVERSION, sita en Boadilla, donde su amiga, la brillantísima pintora María Luisa Sanz, inaugura una exposición bajo el título del viaje. Una exposición deslumbrante; delante de una de las acuarelas -precio sólo 1500 euros- Puebla no puede evitar que se le escape un "no puedo vivir sin ella"; pero tendrá que vivir sin ella, porque su filosofía de vida actual excluye los gastos que no puedan ser calificados como imprescindibles.
A María Luisa Sanz la conocí vicariamente en Hamburgo, a través de las palabras de su marido, el también pintor, Joaquín Capa, y personalmente en Madrid, una tarde de verano, que nos invitó a su casa, un palomar fantástico situado cerca del Canal de Isabel II, y descubrí que el mito -en voz de Joaquín su mujer es mítica- podía ser superado por la realidad, que estaba ante alguien capaz de enamorar a los mismísimos tigres. Después de aquel doble descubrimiento la he visto muchas veces, he asistido a alguna de sus exposiciones, pasado horas en su estudio y mi admiración hacia su energía y su obra no ha hecho sino aumentar.
Pero en esta ocasión Javier Puebla cuenta con un punto de vista adicional para disfrutar de los cuadros que utiliza tan largamente como puede: los ojos limpios de sus hijos de cuatro años, quien sin vacilar señala el que le parece el mejor cuadro de la exposición, uno de los más complejos, y alaba la intensidad de los colores, reconoce signos e iconos -la maravilla del popart- y se pasea junto a su padre y su madre con una fanta en la mano hasta que empieza a anochecer y de repente pregunta que hace él de noche y fuera de casa.


Y todos volvemos a casa, perdiendonos por el larguísimo túnel recién inaugurado de la M-30.
El viernes es un día extraño. Me despierto tan tarde como de costumbre, más allá de las dos de mediodía, feliz como un bebé porque no ha sonado el teléfono, nadie ha reclamado mi presencia, ningún asunto urgente me reclama y cuando voy a coger el móvil para que me acompañe a la piscina diaria me encuentro con 7 llamadas perdidas. 7 llamadas perdidas, un buen título para un cuento, o una novela, o algo. Manuel Domínguez, el presidente de Cambio16 y Cuadernos para el Diálogo estaba en Madrid quería comer conmigo, y yo durmiendo, será el jueves que viene si Dios quiere, la pintora Dora Dolz, desde Holanda, su hija, Sonia Herman desde Madrid para recordarme que esa tarde pasan una de sus películas en la filmoteca, una editorial de Barcelona para mandarme el último libro de un amigo...
Había pensado irse Puebla a Los Arroyos, a pensar, descansar y quizá escribir, pero al final hace un giro de muñeca o un movimiento de alma, expresión a gusto del consumidor, y decide quedarse para ver la película de la hija de Dora, The master and his pupil, y quizá pasar por la presentación de ¡Mío Cid!, un libro escrito a tres manos, entre ellas las del travieso Rafael Reig, el odiable (no sé si odioso, no le conozco personalmente) Orejudo, y otro cuyo nombre no recuerdo. Al final el tiempo se le echa encima, las horas coinciden y opta, bien hecho, por la filmoteca. La película, un documental, es genial. Genial. Que no se lo pierda nadie si puede verlo. Podría intentar explicarlo pero serían muchas líneas y ahora no me apetece. Es más importante lo que sucede al final de la proyección, a la directora de la película, a Sonia Herman, le han robado el bolso con toda la documentación, el dinero y demás en su interior. Y con el bolso le han robado también ese momento de gloria, esa frase arrobada que muchos, Javier Puebla entre ellos, habrían descolgado en sus oídos como prueba del impacto logrado por la película. La realidad es más grande que la ficción, la engloba siempre, no es como lo del huevo y la gallina, o que la ficción supere a la realidad o la realidad a la ficción, es más simple: la ficción necesita de la realidad para existir, y no hay viceversa.
Para calmar tanto alboroto filosófico bajo su sombrero Javier Puebla decide visitar el lugar de trabajo de su amigo el profesor Lazos, donde pretende convencer a una de sus compañeras de trabajo para que pose como modelo de unas fotos con las que ilustrar un relato a publicarse el mes que viene en Cuadernos para el Diálogo. Lo consigue.
Y el sábado Puebla vuelva a moverse grupalmente, otra vez su pequeña familia. Están en L.A. y por la tarde, una vieja costumbre, dan un largo paseo por la Herrería, no sin antes pasar por La Grillera, el bar-restaurante que su amigo de hace ya veinte años, Rafael Davilla, ha abierto con absoluto éxito de público en San Lorenzo de El Escorial. Después de la Herrería la familia Puebla sube hasta la Horizontal, porque la tarde es casi veraniega, y allí se encuentran con una sorpresa inesperada, Santiago y Dolores, a quienes conocieron en África y llevan sin ver siglos. A Javier le fascina ver al niño, a Santi, a quien recuerda el día de la llegada del pequeño a Dakar, un bebé de meses, en brazos de su madre; ahora tiene -como en un milagro incomprensible- once años. Y le sorprende que su madre lo sepa todo de él, Entro con frecuencia en tu página web, y por segunda vez en poco tiempo, vuelve a ser consciente de que se está convirtiendo en personaje público, que las casi cien mil entradas que ha recibido su web desde que la creó tienen detrás una cara que a veces él conoce y otras no. Y se alegra de haber decidido utilizar el disfraz permanente del sombrero, para recuperar el anonimato sólo necesita quitárselo. Pero aún así experimenta una fuerte sensación de extrañamiento hacia sí mismo, o más exactamente hacia el personaje que ha ido creando, y por eso en su diario web de 14 de mayo escribe sobre sí mismo en tercera persona, como si fuera otro, porque es otro, porque esto -estas líneas, este texto- es un juego, una suerte de teatro. Aunque también será teatro cuando baje el telón y Puebla se desmaquille, quite el sombrero, porque él es así, como un niño en cierto modo, siempre jugando, improvisando sobre las tablas del teatro de su pequeña vida, el gran teatro.

 

“No soy un animal social aunque sí cordial”
Dragó, Libertad, fraternidad, desigualdad

21 de mayo
Es jueves cuando como, almuerzo, con Manuel Domínguez en un restaurante de la calle Hermanos Bécquer, al lado de la antigua casa de mi abuela y por tanto de la embajada yanqui en Madrid. Creo que se llama Laray y doy fe de que se come muy bien. Tenía varias cosas que proponerle al presidente del grupo EIG, pero lo cierto es que acudo a la comida con ánimo esencialmente lúdico: por el placer de la conversación y la buena compañía. No quedo defraudado. Manuel me habla de la película que quiere rodar, Otro mundo es posible, e incluso me propone que hablemos con mi amiga Cuca Escribano, personaje más o menos habitual de este diario, para el papel protagonista; y la verdad, después de escuchar el guión completo, a veces más interpretado que contado, tengo que admitir que Cuca lo bordaría, que el papel parece escrito y pensado para ella. Seguimos conversando camino de su hotel en Serrano, la calle de mi abuela, las referencias personales que hacen del mundo un lugar más íntimo y sencillo, y volvemos a vernos tres o cuatro horas más tarde porque en Archy, aún existe el Archy de Marqués de Riscal, ladies and gentleman, le conceden un premio y el organizador y editor de la revista económica que los concede, Juan María Gallego, también ha tenido la deferencia de invitarme a mí, y sin que resultase previsible acabo en una terraza de la calle Génova zampando arroz, regado con Viuda de Cliquot (perdonen si lo escribo mal, el champán francés es para beberlo, no para deletrearlo), y acompañando a Manuel, Gorka Landaburu, el genial Rafa García-Rico y un tipo encantador llamado Rubén y una chica no menos encantadora (más encantadora, en realidad) que quizá se llamaba Miriam (no voy a coger el teléfono para averiguarlo), pero que sin quizá fue la única persona que vi cuando entré en Archy un poco más tarde de lo debido y pactado, porque brillaba con una luz diferente y propia, y de quien luego me enteré que era una de las candidatas para la alcaldía de las Rozas, que había sido dirigente o presidente de las juventudes socialistas, ay, y que eso no era nada especial en aquel grupo que la noche del jueves me trató como a un amigo de toda la vida, porque al parecer Rubén y Rafa García-Rico también habían ocupado el mismo cargo. Supongo que desentoné un poco al hacer el único brindis no político de la noche, al decir que a partir de la mañana siguiente sería un hombre de derechas, pero ahí intervino Gorka:
-Tú eres un librepensador y lo serás siempre.
Y lo cierto es que cuando levanté mi copa de champán sólo agradecí a los dioses, y a los presentes, la dulzura de la noche, tender is the night y la calidad de la compañía. Aún siguieron algunos, particularmente los impecables Gorka y Manuel Domínguez, que a pesar de lo avanzado de la hora no quisieron cerrar la velada sin un abrazo a Gallego, que había sido administrador de Cambio16, y que en un día como aquel necesitaba sentir el afecto de sus amigos. Supongo que por eso, por esa capacidad y sensibilidad, algunas personas son capaces de logros que para el común de los humanos cabría calificar como milagros o cuasi milagros.
Personalmente me fui a casa porque aunque me sueño capaz de milagros a veces no lo soy, y también porque mi obligación, mi impecabilidad, era terminar una columna, enviarla esa misma noche y antes quería o pretendía despejarme un poco de los efectos euforizantes del champán con nombre de viuda francesa, y quedarme libre de responsabilidades para el viernes, el día de la avería…


AVERÍA


Hora: aproximadamente las cuatro de la tarde. Voy camino del Canoe para nadar mis largos diarios y a continuación ir a buscar al niño al colegio. Estoy subiendo por Doctor Esquerdo en mi viejo Volvo 850 cuando noto que pierde potencia, duda, se asfixia y finalmente se para a la altura del número 169 de la calle larga y pina; es inútil que gire una y otra vez la llave en la ranura del contacto: no arranca. Lleva varios días así, renuente y remolón, inseguro e impreciso, pero hasta el momento había logrado siempre volver a ponerlo en marcha, llegar con bien hasta el parking que tengo alquilado junto a mi casa, pero hoy no, hoy hace calor, como si fuera verano aunque estemos en primavera, y ni él ni yo tenemos ganas de luchar, se cala y ya no arranca, me calo y ya no arranco. Prefiero buscar en el móvil el teléfono de Línea Directa, los ángeles custodios como los llamó acertadamente Fernando Sánchez-Dragó en un artículo publicado hace unos meses, y en efecto funcionan con eficacia angélica, celestial, me mandarán una grúa en menos de cuarenta minutos mientras yo espero a la sombra y me alegro de haber dejado la Mutua Madrileña, antaño tan eficaz y entrañable, y hoy tan pesetera, eurera, y poco afectuosa con sus mutualistas aunque ostenten pólizas con una antigüedad que supera los treinta años. Pero, ¿qué voy a hacer con el coche? Hasta hace unos meses cualquier problema me lo solucionaba un viejo amigo, pero su taller está cerrado –circunstancias personales- en su taller. ¿Qué hacer? Llamo a mi padre. Y es mi padre quien va a buscar al niño al colegio, quien lo deja en mi casa y aparece casi a la vez que la eficacísima grúa para acompañarme en su coche, mellizo del mío, otro viejo Volvo 850 aunque mucho más cuidado que el mío, para conducirnos a todos hasta un taller donde un mecánico sabio, un hombre al que basta entrar en la cabina, accionar la llave de contacto y escuchar, para saber o averiguar cual es el mal, la debilidad o tristeza de la máquina.
Y lo que al principio era un problema, un adiós a mi fin de semana en El Escorial, se va transformando en un alivio. Alivio porque el coche por fin se ha parado y no queda otro remedio que repararlo. Alivio porque mi compañía de seguros es la más eficaz. Pero sobre todo alivio porque mi padre está allí, y me cuenta que el niño estaba tan contento, indiferente a los problemas automovilísticos de su familia, y yo le respondo que claro, que sabe, que se lo van a solucionar porque los niños están acostumbrados a los milagros, y en ese momento me doy cuenta que a mí también me lo van a solucionar, me lo están solucionando, aunque no soy un niño sino un hombre de cuarenta y nueve años, porque tengo la suerte, fortuna impagable y tantas veces inadvertida, de tener un padre que aunque ya ha cumplido los ochenta cuando le necesito, y aún le necesito muchas veces, actúa como si fuera un hombre de treinta: pura energía y eficacia, alguien que soluciona los problemas y no se pierde ni desmorona contemplando las sombras de los hechos. Y doy gracias, en mi interior doy gracias, a su generosidad, a la naturaleza y el destino que me ha regalado la maravilla de ser su hijo. Doy gracias, pero también le miro, intento seguir su ejemplo, velar ante por los demás, por los cercanos y familiares que por sí mismo. Y así durante todo el fin de semana, y seguiré así la semana que viene, intento ser generoso e impecable, como él. Intento, intentaré. Pero también continuo conmovido, agradecido hasta el infinito, porque alguien a mis cuarenta y nueve, me haya cuidado con la misma generosidad y desinterés que me cuidaba -también él, mi padre- cuando era un niño.


-¿Qué toma usted, señor Zola? – pregunta el solícito camarero.
-Notas- responde el escritor. – Yo tomo notas.

(
Anécdota, que funciona como un microrrelato, contada por Fernando Sánchez-Dragó)

28 de mayo 007


LLUEVE
La mano del maestro sobrevuela la mesa tras la que está sentado para entrelazarla con la mía mientras su voz me agradece que haya desafiado la furia de los elementos para acudir a la presentación matinal de Libertad, fraternidad, desigualdad, el primer libro –a mi conocimiento- firmado única y exclusivamente por el personaje, por DRAGÓ, escrito con mayúsculas y subrayado en rojo en la parte más alta, arriba a la izquierda, de la portada del libro.
-Gracias por venir desafiando a los elementos, Javier.
-Más que a un impedimento ha sido un acicate.
Y era cierto: la presentación estaba prevista a la una, la mayoría de los escritores esquivamos la mañana, y cuando levanté la persiana tras apenas tres horas de apoyar la cabeza en la almohada una palabra salió casi involuntariamente de mis labios:
-Llueve.
Y eso significaba que bajo ningún concepto ni motivo podía fallar, porque aunque Dragó está en la cima de su popularidad gracias a su programa diario en Telemadrid, y la primera edición del libro se había agotado en poco más de una semana, la hora de la cita y la lluvia jugaban como dos cartas adversas en una partida de póker. Y en efecto no había demasiada gente en la presentación del “primer libro de Dragó” aunque lo previsible habría sido lo contrario. Pero precisamente por esa circunstancia, el ambiente más íntimo que populoso, los selectos asistentes al ritual tuvimos la oportunidad, fortuna me atrevo a escribir, de ver al creador, al verdadero escritor, a quien está tras el personaje, a Fernando, a Fernando Sánchez-Dragó, naturalmente tan buen showman como su personaje, pero a diferencia de su máscara o criatura, más humano y por lo tanto, más cercano y vulnerable, con el alma al descubierto si se le miraba atentamente a los ojos.
En el libro publicado por Áltera y editado por Antonio Ruiz Vega nos encontramos al Dragó, epatante, al enfant terrible que gusta de provocar, reírse de todo (hasta de sí mismo: “al releer el libro he encontrado muchas opiniones que ya en absoluto sostengo”), y es un producto excelente, que no defraudará al número de fans (¡campanazo!), de lectores y seguidores incondicionales de Dragó Superstar, desde las frases lapidarias: “deportista rima con fascista”, “mi Cristo es pagano”, “la igualdad es la mayor injusticia pues sus víctimas son los hombres superiores”, hasta la foto –el libro está generosamente ilustrado- en la que aparece con las orejas de burro que utilizó para pedir disculpas por un comentario, en realidad intrascendente, desde su telenoticias y que dio la vuelta al mundo entero. Sus seguidores devorarán el libro, como un niño de la época en la que Fernando era niño devoraba las aventuras de Guillermo.
Y lo normal habría sido una amplificación del show de un personaje que, de repente, parece el favorito de toda España, pero la lluvia con sus luces grises logró que el maestro –en el sentido taoista- nos hablase de la muerte, de la fragilidad de la condición humana, tengo tres by-pass en el corazón y setenta años, que la hora larga que duró la presentación fuese casi una conversación íntima, privada e inolvidable.

EL PRODUCTOR Y LA ARTISTA
Abandono la sala semiescondida en la biblioteca del segundo piso del Ateneo de Madrid donde se presentaba el libro de Dragó para regresar a la lluvia, a la ciudad mojada e inquieta donde parece imposible encontrar un taxi libre. Ya debería de estar en Laray, el restaurante donde me esperan para comer Manuel Domínguez y Cuca Escribano para que el primero le cuente el argumento de su película, una bonita historia de amor (pero también mucho más que una bonita historia de amor) a ver si a ella le podría interesar el papel protagonista, pero también para comprobar si la actriz es como él la ha imaginado. Y lo es, como prueba la llamada que me hace Manuel al móvil un par de horas después, cuando estoy saliendo del Canoe hasta donde he ido caminando desde Zurbarán y luego nadado mis cuarenta largos diarios para evitar que la excelente comida que ofrece Fernando, el propietario del restaurante donde por segunda vez me ha invitado a comer Manuel Domínguez en el plazo de dos semanas, no me deje embotado, pues a las diez he prometido a Cuca que asistiré al estreno de Una mujer invisible, la última película de Gerardo Herrero, donde ella tiene una colaboración especial, que borda; lo cual comienza a ser habitual porque en sus últimos trabajos: Atlas de geografía humana, El camino de los ingleses o Los aires difíciles, está siempre impecable. A ella también le ha encantado el guión de la futura película, cuyo título me reservo porque conviene ponérselo un poco difícil a los amigos del plagio, y yo no puedo menos que alegrarme de haber servido de vínculo, de puente para que ambos se conociesen.

SOLO
Cuando salgo del cine donde se ha celebrado el estreno, el Roxy B de Fuencarral, estoy a punto de dejarme vencer por la tentación de seguir caminando, andar hasta casa. Ha dejado de llover y … tender is the night como escribió intraduciblemente Fitgerald, pero al final –me hago mayor y prudente- vence el cerebro al corazón y bajo al metro para que sea un tren y no mis pies quien me lleve de un extremo a otro de la ciudad ya tranquila, con la compañía de The reamains of the day, la obra maestra de Kazuo Ishiguro, que mi buen amigo Vicente Saval, especialista en el autor donde los haya, me regaló en su versión original la semana pasada; y me paso de parada -¡qué desastre, qué Panizo soy!- porque encuentro la historia del mayordomo que encuentra un tigre bajo la mesa donde va a servirse la cena y no puedo evitar sacar el rotulador de tinta azul y escribir en mi cuaderno unas cuantas notas que quizá en el futuro me sirvan para escribir un microrrelato o –más probablemente- se pierdan en la inmensidad de palabras inútiles acumuladas en los diarios que siempre llevo en el bolsillo. Pero no me importa; porque cuando salgo de nuevo a la superficie de la ciudad sigue sin llover y a mí sigue apeteciéndome pasear. Así que lo hago, paseo, me dejo caer por las amplias avenidas sin prisa, soñando despierto, protegido –o creyéndome protegido- por la complicidad de mi viejo sombrero Stetson.

“La grandeza brutal de su imperfección la mutaba en una nueva suerte de perfección”
THOMAS DE QUINCEY, Del asesinato considerado como bella arte. (Traducción libérrima personal).

4 de junio


MAGDALENA TIRADO Y LOS TRAFICANTES DE SUEÑOS

La tarde es suave y está contenta porque ya se aproxima la noche. Me dirijo a paso ligero hacia el número treinta y cinco de la calle Embajadores (he tenido que buscar en el mapa la ubicación exacta de la larga y fea calle, a pesar de que he nacido en Madrid y he pasado mil veces por la calle fea y larga). Me espera Magdalena Tirado, que acaba de publicar una nueva novela, EL CORAZÓN DE LAS ESTATUAS, y se ha ofrecido, sabiendo que la aprecio y admiro, a pasarme un ejemplar.
-Podríamos quedar en Traficantes de sueños, el jueves pasan a las ocho y media un documental en Mauritania.
Demasiadas tentaciones en una: la novela de Magdalena, el lugar de mítico nombre en el que jamás he estado: TRAFICANTES DE SUEÑOS, y un documental sobre un país que conozco mejor, infinitamente mejor, que el noventa y nueve con noventa y siete por ciento que el resto de la población española.
La librería, el local, el lugar bautizado como TRAFICANTES DE SUEÑOS es al principio una absoluta desilusión: un edificio nuevo y vulgar, feo como la calle que lo alberga, y dentro del mismo un local sin ningún signo interesante en su exterior. Y en cuanto al documental… me resulta dificultoso imaginarme algo más torpe y peor estructurado cuando llevo aguantando –literalmente aguantando, si estuviese solo, sin Magdalena, me habría ido- diez minutos de proyección. De hecho en ese momento casi me siento arrepentido de haber acudido a la cita, aunque al menos he hecho una foto aceptable de Magdalena, y al abrir su libro me han gustado e interesado las dos primeras páginas. Luego se ha apagado la luz, comenzado, tras mil dificultades técnicas –más torpeza- el documental y no he podido seguir leyendo. La cabeza asaeteada por mil recuerdos sobre Nouakchott, la ciudad que jamás dejaba de morder la arena del desierto y en la que había más burritos que coches, el hombre al que vi azotar con un látigo a un policía de tráfico porque no le reconoció como el jefe de tribu que era y quiso ponerle una multa, la gacela domesticada que tenía el embajador en la piscina siempre cubierta de polvo en suspensión… Y allí estaba viendo la tontería que había hecho un chaval bienintencionado tras pasar cinco días en Nouakchott y jugando con que uno de sus barrios se llamaba Las Palmas y la diferencia brutal con la capital de Las Canarias, cuando poco a poco comencé a salir de mi cabeza y penetrar en el ambiente que me rodeaba. Recordé lo dificultoso que era hacer video o fotografías en Mauritania, acaricié con mis ojos torpes de miopía los altos techos del local y descubrí que los libros primorosamente colocados en las estanterías de obras alcanzaban ese techo imposible, observé como las paredes albergaban una exposición, el suelo impecable, cada mínimo detalle cuidado y que allí se respiraba un algo especial, que se “traficaba con sueños” y se hacía limpia y honestamente. Y entonces comencé a disfrutar del documental, de la gente sin cara ni nombre que me rodeaba, del momento. Aplaudí al terminar. Me levanté para coger un numerito que me permitiría participar en el sorteo de un viaje entre los asistentes: los habían repartido mientras yo fotografiaba a Magdalena Tirado con su libro en la mano en el exterior para aprovechar los últimos latidos de la luz diurna. Sólo quedaba una papeleta y varias manos la querían, pero alguien decidió que era para mí y a cambio me quitó la silla donde había estado sentado. Miré la papeleta: el número cinco. ¡Qué horror si ganase el premio y tuviese que viajar de nuevo a Nouakchott sin la protección impecable de mi pasaporte diplomático!
-El cinco, ha salido el cinco.
¿Y si salía corriendo? ¿O me hacía el escandinavo y fingía no haberme dado cuenta que era yo quien llevaba el número? Pero el cinco era mi número de la fortuna, ni número amado cuando era niño… Salí, y el cineasta, creo que se llamaba David, informó a los presentes que era un acto de justicia, que yo era el único entre los asistentes que conocía Mauritania, y aproveché para contar la triste historia con final feliz en la que asistí como testigo a la compra de una esclava –sí, una esclava, por veinte mil pesetas, nosecuantas ouguiyas, ciento veinte euros de nuestra moneda actual- por parte de un francés que había prometido liberarla y luego intentó prostituirla (no voy a contar aquí esa historia, es larga y está matizada por excesivos detalles que conservo en la memoria) y tras narrar brevemente la historia, la intervención heroica de un colega diplomático, Juan Mari López-Aguilar, abrí el sobre mientras hacía girar el magín para desembarazarme sin parecer grosero de lo que temía sería un billete de avión con destino al desierto. Pero no: un mapa. Un mapa del metro de Mad Madrid. Suspiré aliviado.
-Mira, mira dentro del sobre, hay más.
Ya estaba soñando con un viaje a Parla, Getafe o Rivas, algo sencillo y digno de un reportaje que siempre he querido hacer: viajar a lo que fueron los pueblos de Madrid y ahora son barrios de facto con el mismo espíritu que Cela viajó a la Alcarria.
-Mira dentro, al fondo.
Un billete. Un billete de metro.
-¿Será de ida y vuelta?
Lo pregunté en voz alta, encarado como estaba al público, jugando con ellos como si el show fuera mío y me correspondiese el papel protagonista y no el de simple invitado.
¡Diez viajes! Era un ticket de diez viajes. Con él podría hacerse un documental tan interesante como el que acababa de ver, o más: porque rodar en el metro de Madrid está aún más prohibido que hacerlo en Mauritania. Hasta prometí, pero probablemente no cumpliré mi promesa, que lo haría.
Y luego todo fue fiesta. La gente me entraba, hablaba, preguntaba, y el vino estaba excelente, una chica atractiva me aseguró que nos conocíamos de algo…, aunque ni nos conocíamos ni íbamos a conocernos. Salí del local de los Traficantes de Sueños con una sonrisa que me duró toda la noche, y que se prolongó en otra pequeña aventura, esta en la calle Atocha, que no voy a contar, porque en este diario existe autocensura y además a la mañana siguiente me tocaba madrugar.

EL VIDEO NO MATÓ A LA ESTRELLA DE LA RADIO

Eran las nueve y treinta minutos de la mañana, apenas había dormido tres horas, cuando salí de la cama. Estaba citado en Castellana, los cuarteles generales de Intereconomía, Radio y televisión, para participar en un programa, CAPITAL, LA BOLSA Y LA VIDA, que –me pareció una idea genial- se emitiría al mismo tiempo por las ondas hertzianas y la televisión. Y me levanté dos horas antes para disimular que por las mañanas soy poco más que un zombi. Cuando llegué a Castellana, en el edificio situado a la espalda donde vivía mi amada y siempre añorada abuela Maxi González-Briz, mi ánimo era sólo aceptable. Pero bastó entrar para que todo mejorarse. La chica que me maquilló, Alicia, era un encanto, y hablamos de su hijo de diecisiete años, de que era viuda (su marido había muerto en un accidente con tan sólo treinta y seis años), de cómo cambia la perspectiva con los años y para cuando entré en el estudio, en compañía de Pilar Gallego (Presidenta del gremio de libreros, cargo que ocupó largo tiempo uno de los mejores amigos de mi padre, el librero Rubiños), y conocí al presentador del programa, Javier Ablitas, comprendí que iba a estar como en casa. Pero fue aún mejor que en casa, porque el equipo técnico –que maravillosamente guay es la gente joven que trabaja en las emisoras no petrificadas por tener al estado detrás- había entrado en mi página web y mientras yo hablaba de libros, de Sonríe Delgado, mi finalista del Nadal 2004 y lo difícil que es ya encontrarla, de mi novela africana: Blanco y Negra, y disentía de Pilar Gallego, a pesar de su bonito pelo, respecto al papel creador y cultural de los sms y los videojuegos, fueron pasando a toda pantalla todo mi diario web, las fotos de todos mis amigos y conocidos de los últimos dos años… ¡Cuanta generosidad! No pude menos que acompañar a Rubén, el más audaz socialmente del equipo técnico, para fotografiarle a él y a sus compañeros y hacer que saliesen en este humildísimo diario.

Y luego caminé. Caminé y caminé. Atravesé El Retiro entero sin apenas mirar las casetas de mi Feria natural, la del libro, caminando llegué al Canoe, donde como cada día hice mis cuarenta largos y como cada nunca, me permití el lujo –alguna ventaja tiene madrugar- me permití el lujo de permanecer diez o quince minutos tirado al sol. Y por primera vez la ausencia de la luna y las estrellas no convocó las lágrimas de mi nostalgia porque se estaba deliciosamente bien, quieto, tranquilo, disfrutando de no hacer nada, sólo tirado bajo el sol.

Fama o integridad: ¿Qué es más importante?
Dinero o felicidad: ¿Qué es más valioso?
Éxito o fracaso: ¿Qué es más destructivo?
Si miras a otros en buscas de plenitud nunca alcanzarás la auténtica plenitud.
Si tu felicidad depende de posesiones nunca estarás feliz contigo mismo.
Conténtate con lo que posees; disfruta de las cosas como son.
Cuando comprendes que nada falta, el mundo entero te pertenece.

LAO TSE, Tao Te Ching

 

11 de junio 007
(la ilustración, Mujer con perro, es de Daniel Fénix)

DESCONOCIDA
Suena el teléfono y antes de que pueda atraparlo, a pesar de que por una vez sé donde está –encima de la mesa del despacho- y me apresuro cuanto puedo para llegar hasta él, enmudece antes de que pueda alcanzarlo y en la pantalla aparece un número que nada dice a la memoria de la maquinita pues no lo asocia a ningún nombre; pero como estoy esperando la llamada de un editor –nunca es fácil hablar con las personas demasiado ocupadas- y sigo siendo un optimista natural, especulo que debe estar utilizando un no imposible segundo móvil y llamo a mi vez al número que está en la pantalla.
-Hola, soy Javier Puebla, me acabas de llamar.
-Ah sí, perdona, estoy subiendo a un tren y ahora no puedo hablar. Te llamo en veinte minutos.
-Perfecto, ¿pero quien eres?
-Luego te explico.
Luego me explica. No era el editor. Era una mujer, su voz sonaba entrecortada y ni siquiera se me ocurre de quien pueda tratarse, ¿una periodista? ¿una lectora? ¿una posible alumna? ¿un remedo de Glen Close en Atracción Fatal? Veinte minutos después en efecto se produce la nueva llamada y es ella. Hemos sido presentados brevemente, no la recordaré, asegura, tiene una tarjeta de visita mía con un cuento (pero ¿quién no tiene una tarjeta de visita mía con un cuento? He repartido y vendido millares de ellas) y si no me importa le gustaría comer conmigo y luego me cuenta y me desvela su identidad. Es un poco insólito y por eso, porque es insólito y no hay nada como romper las rutinas, acepto tras un levísimo titubeo aunque –por si fuera una broma- fijo el lugar de la cita en el mesón restaurante cercano a mi casa al que suelo acudir con mis tripulantes o alumnos al final de cada clase o sesión de navegación semanal. Guardo el número de teléfono en la memoria del Nokia bajo el epígrafe: DESCONOCIDA. Y a continuación mando un mensaje a Desconocida: ¡Qué divertido! ¿A que sí?, responde Desconocida de modo casi instantáneo. Lo normal, y así lo escribo en mi diario de bolsillo es que la siguiente anotación que haga en sus páginas sea:
Y la Desconocida era…
Y en efecto, en el diario que llevo en el bolsillo esa tarde escribo quien era la mujer misteriosa pero no puedo desvelarlo en una columna o en mi diarioweb porque como me susurra el viejo Gracián cuando nos acostamos juntos por la noche: la verdad a veces no puede decirse o porque nos perjudica a nosotros o porque perjudica a un tercero, y si ahora escribiese el nombre de esa mujer, atractiva, inteligente, que me ha llamado en teoría para preguntarme una serie de cosas sobre el mercado editorial, le han encargado una novela, pero con quien pasé más de dos horas about the meaning of life y de conocidos comunes o la perjudicaría a ella o me perjudicaría a mí o quizá hasta resultase inconveniente para terceros. Así que aunque ahora sé quien es decido conservar su número en mi teléfono tras el adjetivo Desconocida, y no sólo porque resulte literario o un tanto misterioso, sino porque en ello hay algo de justicia poética ya que según el diccionario de la Academia y en la primera acepción se define al desconocido como alguien falto del reconocimiento o la gratitud que le es debida, y ese es precisamente el caso de la mujer, de Desconocida, la entrada novena en la letra D de la memoria de mi teléfono…. móvil.

 

MATELLANES, EL BUSCADOR DE ORO, Y LA FIESTA ANUAL DE PLANETA

Es, en mi opinión, la fiesta literaria más divertida del año, la fiesta por excelencia, donde acudo no para hacer relaciones públicas o por ver a don menganito o doña fulanita, sino simplemente para pasarlo bien, muy bien. Me estoy refiriendo, desde luego, a la fiesta que organiza anualmente Planeta en su palacete del Paseo de Recoletos coincidiendo con el cierre de la Feria del Libro de Madrid. (En esta edición –cuentan- se ha logrado record de ventas, pero personalmente apenas he pasado pues no tenía libro nuevo, publicado, y además cada vez la encuentro más farragosa y desangelada: recorrerla de punta a punta requiere una tarde entera, dos cervezas, un bocadillo de jamón, un bombón helado, preferiblemente un Mágnum, y media horita mínimo sentado en la hierba o en un banco para recuperarse). Pero ¡volvamos a la fiesta!
Le he pedido a mi querido amigo Miguel Ángel Matellanes que me acompañe, ya verás lo divertida que es y lo bien que lo pasamos, y me cito con él en la terraza de lo que durante siglos fue la mítica Cervecería de Correos y hoy es un bareto cuyo nombre no merece la pena fijar. Cuando llego Miguel Ángel ya está sentado, junto a una de sus “pepitas de oro”, Vanesa Monfort, y ha pedido una cerveza. Enseguida se nos une Rafael Reig, el juez Reig, y minutos después nos encaminamos todos al palacete situado junto al de Linares, hoy día conocido como Casa de América y gestionado de un modo no sé si dudoso pero sí muy cuestionable por uno de los delfines de quien perderá las próximas elecciones generales.
Estoy divagando, como si no tuviese ganas de subir al último piso del edificio, de contemplar Mad Madrid con una cerveza fría en la mano. Y no es el caso, así que acelero el paso y subo yo solo, sin esperar a nadie, a escuchar al pianista en la terraza principal, ya abarrotada de público. Nada más entrar me encuentro con Ana Gavín, que es quien organiza el evento cada año y sin duda la responsable de que la fiesta sea tan viva, acogedora y divertida. Resplandece con su vestido elegantísimo y cuando minutos después le hago una foto –torpe a causa del flash y de mis propias limitaciones, ya no practico tanto como antes- me encuentro con sus ojos felices y brillantes, que explican su éxito. Nunca, y que me perdonen quienes puedan sentirse ofendidos, he visto al Director de Comunicaciones de una editorial en una fiesta o presentación organizada por él o ella con los ojos brillantes; siempre se les ve preocupados, con ganas de que todo acabe sin que haber metido demasiado la pata, educados hasta donde llega o alcanzan su capacidad pero casi imposiblemente cariñosos. La Gavín, en cambio, se alegra, se alegra de verdad, se le nota, de que acuda a su fiesta la gente infinita que conoce y aprecia (me sentí celoso de Fernando Marías, a quien dedicó varios minutos cuando ya se cerraban los barras y callaba la música, para agradecerle su presencia).
Después de Ana Gavín, claro, apareció “el incansable señor Fernández”, el director de literaturas punto com, a quien acompañaba como otras tantas veces la “belísima” María, una diseñadora de moda centroamericana. Y luego amigos y más amigos, colegas y más colegas, enemigos y camareras deliciosas.
-¿Cómo te llamas?
-Cristina
-¿Me permites que te haga una foto? Me gusta colgar en mi web las caras de la gente que no sale normalmente.
Otra cerveza. Un ron. Muchos canapés.
-Te pareces a Castelao. El sombrero y las gafas.
No cualquiera conoce a Castelao, creo que ni siquiera ha sido traducido exhaustivamente al castellano aunque es un cuentista mítico en su Galicia mágica, y le agradezco a la chica la comparación, mientras pienso que el año pasado me compararon con Pessoa, probablemente porque llevaba bigotito y gafas de montura metálica.
Me cruzo con Lucía Etxebarría y sonrío. Verla es como jugar al rojo o al negro en la ruleta: puede salir un color u otro indiscriminadamente. A veces me reconoce y es pura amabilidad y otras no tiene ni idea de porqué la saludo. En esta ocasión sale rojo: no me reconoce. ¡Qué exquisitez de chica!
Reencuentro a Matellanes, el buscador de oro, y ya me quedo junto a él casi todo el rato, y gracias a ello tengo la suerte de hablar con Cristina Cerrada (que me dejó boquiabierto y despalabrado con su vestido blanco y el pelo rubio y largísimo), Eugenia Rico o Marta Rivera de la Cruz. Todas ellas, de algún modo, encontradas o rescatadas por él, por el buscador de oro, porque Miguel Ángel lleva muchos años, a pesar de lo jovencísimo que parece, dedicándose a eso, a buscar el oro en la literatura española, a cuidar autores que en otras editoriales han desechado porque no daban tantos litros de leche como debe dar una vaca que escribe, o a encontrar nuevas voces que como el tiempo está demostrando serán las llamadas a convertirse en solistas imprescindibles de la futura literatura en lengua española. Y lo hace con una paciencia y perseverancia tan dignas de encomio como discretas, pues parece que simplemente se está divirtiendo, disfrutando de la conversación o el paseo; y aunque es probable que su contento sea genuino pues se trata de un editor vocacional, de los poquísimos que hay de verdad (como lo fue Herralde en su juventud; ahora su propia luz eclipsa a la de quienes se le acercan demasiado), no es menos verdad que ese trabajo permanente, de veinticuatro horas al día, por muy vocacional que sea, cansa. Veo ese cansancio cuando le acompaño hasta la calle Alcalá para coger un taxi y regresar a casa, y por eso le aprieto la mano derecha entre las dos mías como gesto de agradecimiento por haber venido conmigo a disfrutar de la fiesta literaria más lúdica y divertida de la vida literaria española, la que organiza Ana Gavín en el lugar que durante el resto de los días laborables es su despacho: el último piso de un palacete, que es donde deben de estar las princesas, incluso las que trabajan de sol a sol en esta época que me atrevo a considerar más acelerada que moderna.



UN DÍA GRIS

Me levanto tarde, muy tarde incluso para mis hábitos de bohemio, el día siguiente. Lola y el niño están en Murcia y nadie me llama o requiere. Ya no llego a la cita con los autores de literaturas punto com en la feria, perdón, así que me lo tomo con calma. El día está gris. Rastros de lluvia en el cristal doble de la ventana de mi dormitorio. Desayuno y como a la vez y sin ninguna prisa. Trabajo en el pequeño montaje que estoy haciendo en video para celebrar el 50 aniversario de la boda de mis padres. Leo un rato. Escribo poco menos de una hora. Y cuando por fin salgo de casa están a punto de cerrar la piscina, pero aún me da tiempo a nadar mis cuarenta largos diarios; solo en el vaso; solo en las duchas; solo subiendo las escaleras. Y pienso que me gustan los días grises, dejarme llevar el ritmo que me sugiere el cuerpo, quedarme en casa o salir, cenar con mis padres o un restaurante cualquiera. Todo está bien. La cima de la montaña que sigo soñando conocer algún día parece tan lejana como de costumbre, pero me da igual. Me limito a seguir avanzando o retrocediendo a mi ritmo, como puedo, sin forzar la máquina, tranquilo. El gris es un color tranquilo.

En un lejano país existió hace largos años una oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después el rebaño, arrepentido, le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Y así cada vez que aparecían ovejas negras eran fusiladas sin demora, para que las futuras generaciones pudieran ejercitarse en el decorativo arte de la copia y la escultura.

Augusto Monterroso. LA OVEJA NEGRA.

 

18 de junio


YA UNA TRADICIÓN
Es sorprendente con que facilidad llegan a instalarse las tradiciones, quizá sería más apropiado y dado lo modesto del caso, llamarlas costumbres, en nuestras vidas. Andaba yo en el año 2004 paseando zangolotinamente por la vida literaria del –en junio siempre agradable- Mad Madrid, cuando harto de tanta espina, zarza y trampa camuflada bajo sonrisas de seda, decidí –en un principio por simples motivos de supervivencia- montarme una vacilada que me diese de comer, en la que la gente se lo pasase bien y Javier Puebla no sufriese demasiado, es decir: crear un taller de escritura. Desde el primer momento, nunca he creído que se pueda enseñar a escribir a nadie, adopté la estrategia del estafador: mis alumnos vendrían a aprender lo que no se puede aprender pero yo haría –como fuese- que escribiesen buenos cuentos; es decir –y aunque ello supusiera mi ruina pues para lograrlo el precio era dejar de escribir yo mismo- decidí darles liebre por gato. Funcionó. Empecé con once adictos a la carne de gato y acabé con once amantes de la carne de liebre. Y para celebrarlo, claro, cuando acabó el curso, en el que se habían escrito muchos cuentos que el mismísimo Monterroso habría estado orgulloso de firmar, viajé al campo, maté unas liebres, un cocinero mexicano las sazonó por si tenían alguna enfermedad rara, y organicé una divertidísima cena de fin de curso. Y ahí, ay señores, empezó la tradición. El año siguiente el número de apasionados por la carne de liebre literaria había aumentado y no estaban dispuestos a quedarse sin su cenita ritual al mediar junio y convertirse la ciénaga que es la ciudad en un hermoso estanque en el que hasta pareciera posible tirarse de cabeza y nadar nadar nadar. Empecé a temblar: si volvía al campo seguro que la vieja escopeta que le había robado a un guardabosque del Pardo ya no acertaría a ninguna liebre, pues ya se sabe que las liebres muertas visitan a las vivas para que escarmienten en perdigonada ajena. Así que le pedí ayuda a la más amada y generosa de mis alumnas, y no es que no quiera a las demás: las veo en la foto y –como diría mi mujer- siento tanta envidia de mí mismo que me dan ganas de propinarme un puñetazo en el mentón. Pero, sigamos, la más amada, su nombre es Mara Mugueta, tenía un precioso loft diseñado por ella misma, es arquitecto y para mayor fortuna era una cocinera excelente que además amaba, ama, cocinar. Así que celebramos la segunda fin de curso en su casa, ya mezclando alumnos o tripulantes de los dos grupos o barcos a los que intento enseñar todo lo que no sé pero me gustaría saber (y ellos, su propia generosidad, su propia inteligencia, lo aprenden). Fue un éxito. Un éxito pequeño, modesto, íntimo, como es todo en mi humilde taller casero (espero que ninguna “escuela de las de a destajo” lance una opa para adquirirlo y jodernos la marrana). La de este año, de nuevo en el loft de Mara, ha continuado brillando ¿cómo no? a la misma altura, a pesar de que no pudieron venir todos todos todos los tripulantes de mis barquitos imaginarios (ya son muchos), pero aún los que no estaban “estaban” pues de todos ellos se habló y su presencia –creo en la magia porque así lo he decidido y quiero- se podía notar. Mando a todos una sonrisa levemente curvada para que, si ello les apeteciese, la utilicen como tabla para hacer surf sobre las olas siempre imprevisibles de la inmensidad del mar.

 

UNA MANO EN OTRA MANO (DURANTE CINCUENTA AÑOS)
Es sábado y llueve cuando mis padres llegan a la puerta de la capilla donde hace cincuenta años contrajeron matrimonio. Las bodas de oro. Durante los últimos quince días he estado revolviendo entre las fotos antiguas tratando de elegir las imágenes más apropiadas para con ellas orquestar un pequeño y simplicísimo video para proyectarlo con un cañón de luz al final de la fiesta prevista tras la renovación de votos (seguirse queriendo, seguirse amando, seguirse respetando, en la felicidad, en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza). Durante esos quince días, mientras escaneaba las fotos y me movía en su interior con la pretensión de dotarlas de una apariencia de movimiento he llorado muchas veces. Y he llorado muchas veces porque algunas, bastantes, de las personas que aparecen en ellas, sus caras detenidas en blanco y negro o el primer color, ya no están. Comprendemos que amamos a alguien cuando ya no está, del mismo modo que seríamos conscientes de la importancia de cualquiera de los dedos de nuestras manos o pies si un día a causa de una enfermedad o accidente dejásemos de poder utilizarlo, de poder contar con él.
Pero cuando acudo a la capilla, y aunque no soy especialmente religioso, lo hago con el ánimo limpio y la firme voluntad de que mis padres a quienes debo todo –la vida evidentemente es todo- disfruten de un día tan maravilloso como se merecen. Han venido familiares y amigos de todas las partes imaginables, mi hermano ha conseguido un coche de ministro para llevarlos hasta la puerta de la iglesia y el sacerdote que oficia, a quien ya conozco pues también celebró sus cuarenta años, es un orador superdotado y una excelente persona. Veo y abrazo y beso y saludo a tíos y primos, de sangre y adoptivos. Sonrío todo el tiempo y me esfuerzo en pensar limpio, positivo. Pero sigue lloviendo. Y durante un instante que relajo la guardia de la lluvia surgen en mi imaginación siempre excesiva, quizá enfermiza, los que no están y ojalá estuvieran; pero aún eso lo venzo, pues pienso que si yo estoy pensando en ellos todos los presentes están haciendo lo mismo y eso hace que sí estén, que aunque yo no sea religioso ninguna prueba tengo de que desaparezca lo que durante tantos siglos se ha llamado alma o espíritu. Miro a mis sobrinos y a mi hijo y me agarro como puedo, no es fácil, a su alegría, a su inmortalidad aparente gracias al afortunado desconocimiento de que la vida es finita y que aunque logres vivir muchísimos años –lo que hoy día parece considerarse una suerte de victoria o triunfo- llegará un momento que los planes de futuro serán menos importantes que los recuerdos, a veces muy difíciles de dibujar con un mínimo de objetividad, del pasado.
Estoy sentado justo detrás de mis padres, veo el perfil de mi madre, la emoción en su rostro aún –será pasión de hijo- atractivo, los hombros altos y la cabeza erguida, como siempre, de mi padre. Miro a mi hermano a quien un par de días he redescubierto con la cara que tenía cuando era niño: igual de brillante y lisa que la que ahora lucen sus hijos. Todo está bien, todos están contentos. Pero llueve. Y yo no puedo evitar pensar en que llueve, en que la fiesta no podrá celebrarse en los jardines que mi madre con tanto esmero y paciencia ha elegido para celebrar la fiesta. No puedo evitar pensar que la lluvia es lágrima del cielo. Y entonces sucede algo mágico, algo que borra como un soplo de viento las nubes negras que se empeñan en instalarse en el interior de mi cabeza. Mi madre desliza su mano derecha en busca de las manos, siempre entrelazadas a su espalda, de mi padre. Y allí permanece, se queda quieta, refugiada y protectora a un mismo tiempo. Y el tiempo se para. Y el tiempo es sólo presente. Sólo presente. Pero sólo yo puedo verlo. Me giro y nadie más, ni siquiera mi hermano, ha advertido el gesto maravilloso. Entonces saco mi pequeña cámara digital y disparo una instantánea. Y cuando –tras mirar la foto y comprobar que he logrado atrapar lo que quería- vuelvo a guardarme la cámara en el bolsillo del traje azul, el de las bodas, ya no queda nada de tristeza ni nostalgia en mi cabeza. Llueve, sí, pero –cambio el punto de vista- será de emoción, de alegría porque dos personas –aunque no fuesen mis padres- han conseguido mantenerse unidos, mano en mano y contra mano y sobre mano, durante un tiempo infinito, durante cincuenta años; lo que dura, lo que da de sí, no nos engañemos, la plenitud en ese animal sorprendente, inmortal de algún modo, que se llama a sí mismo: humano, ser humano.

GARAJE
Hola, hola, hola. Es domingo. Domingo por la tarde, España entera está pendiente de los partidos de fútbol que decidirán en el último momento –emoción suprema- la temporada liguera; pero a mí, igual que a mi amigo Dragó, el fútbol me da una higa, y después de una tumultuosa comida familiar para despedir a los parientes portugueses que habían venido para la celebración de la boda de mis padres, he dejado a Lola y al niño en casa y me he ido a la piscina seguro de que no habría nadie, por el bendito fútbol que todo lo vacía y la generosa lluvia que limpia los recovecos de gentes que podría haber dejado el fútbol. Acierto, no hay en el Canoe ni dios (con minúscula, dado que se utiliza como sinónimo de persona), y disfruto como si acabase de descubrir las piscinas en el vaso olímpico del club. Estoy solo en las duchas, pensando en que cuando llegue a casa me pondré a escribir, lo que me gusta aún más que nadar, y como voy a hacerlo, y sin darme cuenta me pongo a cantar una vieja canción que siempre me ha encantado y hace poco me enteré que el responsable de la impagable letra es el genial poeta, mi favorito con diez semáforos de diferencia, Luis Alberto de Cuenca. Hola, mi amor, yo soy el lobo, quiero tenerte cerca para olerte mejor. Yo lo que quiero es tu cuerpo tan brutal, y lo que adoro es tu fuerza de animal… Ah, que bueno era Gurruchaga antes de convertirse en un saco de grasa y vanidad. Qué bueno es ducharse cantando a voz en cuello como si el gigantesco vestuario fuese el baño de mi casa. Y entre unas cosas y otras salgo a la calle, limpio y protegido por mi sombrero Stetson y mis gafas de sol africanas, con un humor juguetón y travieso. Sigo llevando la cámara de fotos en el bolsillo y me da por pensar que no voy solo en el coche, que Daniel Fénix, de quien de repente descubro que aparte de ser un heterónimo mío que hace fotografías, es también un primo mío lejano portugués, y mientras conduzco voy imaginando que me explica los encuadres más insólitos para retratar la nueva m-30. Algo de rabia me da, claro, no ser capaz de materializarlo de verdad, de pasarle la cámara y que concrete lo que está diciendo en el interior de mi coco sobrerrevolucionado. Por eso cuando llego al parking, cuando “llegamos” al parking, decido dejarme ir, y le paso la cámara, la cámara que flota en el aire o se apoya en el techo del coche, y yo me alejo en el interior del subterráneo pintado de gris y rojo. Y cuando recupero la cámara y Daniel Fénix ya no está me encuentro con la imagen, que parece un cuadro, que es un cuadro cuando la abro en mi ordenador y alguien la ha retocado y escrito un nombre al pie de la misma. Y pienso que porqué no, que puedo utilizarla para mi diarioweb, como cierre, esta semana. La haya hecho yo o un fantasma, aquí está:

 

“Si mañana continúa la calma chicha yo seré mi propio viento”
De Sosiego, mi antilibro, cada vez más interesante y más impublicable.

25 de junio 007

LA MUERTE DE AMARGORD, CLUB LITERARIO, ARTÍSTICO Y SICONAUTICO
Vi como nacía, paso a paso, el local de Amargord en la calle Torrecilla del Leal. Seguí el ritmo, siempre lento y sucio, de las obras. Mi libro africano, Blanco y negra, en cajas que se cubrían de polvo mientras levantaban paredes y movían tabiques. Asistí a la fiesta de inauguración en la que estaba todoMadrid y también Telemadrid y otros muchos medios; zancudos, tragafuegos, barra libre y comida a mansalva, alegría e ilusiones, risas y sonrisas largas como los garfios que lanzan los piratas para abordar los barcos que capturan y persiguen.
Vi todo eso y muchas más cosas hace menos de dos años, los carteles recién rotulados, la pintura azul y naranja. Y ayer lo vi morir. Vi morir el sueño y dejé que mis pies se hundieran en el lodazal del fracaso y la tristeza, ¡qué alegría! Un par de docenas de borrachos con la copa gratuita en la mano, las caras desencantadas de Marisa y Miguel, que habían trabajado tanto y tanto para mantener el espejismo flotando en el aire como si fuese un ser vivo (sólo lo sentí por ellos), el rostro siempre inalterable del eterno aprendiz de brujo y devorador de almas que estaba detrás del proyecto, Chema de la Quintana, que decía no rendirse, que ahora la editorial estaría en Colmenar Viejo o no sé donde (ni sé ni me importa ya). De vez en cuando subía alguien a leer una poesía que nadie escuchaba, en la calle cuatro turistas americanos apuraban sus copas ajenos al pequeño drama…, y eché de menos un poco más de teatro. Menos mal que estaba Gonzalo Scarpa, con un megáfono propio colgado del obra porque supongo no se fía, y hace bien, de los micrófonos oficialmente instalados en los bares-espectáculo. Tendrían que haber quemado los libros que quedaban en las estanterías, al modo de la noche de San Juan o del entierro de la Sardina, descolgado los grandes paneles de madera con el nombre del local y haberlos pisoteado, pintado las paredes con grandes letras rojas en las que pudiese leerse Vive la Mort, Viva la Muerte, roto los vasos contra el suelo después de vaciar en los estómagos su contenido. Faltaba teatro, faltaba violencia, faltaba acción. Esos irritantes poemas inanes. Por eso le pedí al megáfono al gran Scarpa, y aunque no fui capaz de hacerlo funcionar sobró con la potencia de mi vieja garganta. Había subido al escenario un chaval delgado que iba a recitar, utilizando el micro oficial, un poema de Bertold Bretch. ¡Un poema de Bertold Brech, hay que joderse! Y como no había probado ni una sola gota de alcohol, sólo cocacola, y estaba por tanto sólo borracho de desencanto y melancolía, es decir: lúcido, decidí boicotear al chico que iba a leer a Bretch, poner en práctica su famosa teoría del extrañamiento que consiste en hacer comprender al espectador donde está, en una obra de teatro, en una farsa; así que con el megáfono de Scarpa, desconectado, en la mano, y una alegría salvaje y violenta –me sobraba energía para haber destrozado el local a mordiscos- comencé a explicar a los muy poco numerosos presentes lo que en realidad sucedía, que Amargord estaba muriendo, había muerto (y aunque un día resucite no por eso era menos real su muerte), y grité Viva la Muerte, Vive la Mort, para compensar que no estaba la frase pintada en todos y cada uno de los rincones del local que dentro de un par de semanas será nada o un bar o una tienda o un loqueseaynomeimporta. Grité fuerte y me oyeron, me oyeron los borrachos fijando en mí sus ojos besugos, me oyeron los abstemios, los vivos y los moribundos. Me oyeron quemar el mundo, festejar a la muerte. Me oyeron. ¡Amargord ha muerto! ¡Viva Amargord! ¡Viva la muerte!
Una delicia, porque siempre es una delicia escribir lo que de verdad piensas, y aún más placentero es gritarlo, aunque alguna cara se tiña de odio porque no entiende que lo haces por amor, porque duele que mueran los sueños, pero que mueran, que mueran aunque duela si son falsos y ya no se pueden seguirse soñando, que mueran y viva la muerte.
Y cuando acabe de gritar lo que me salía del alma le pedí a mi amigo Antonio Pacios, que me había acompañado al entierro, que me siguiera hasta la calle, hasta el aire limpio (a pesar de la contaminación) del exterior, donde otros sueños nacerán y morirán, y caminamos juntos salvajes y justicieros, los ojos brillantes y el paso firme, hablando fuerte y sintiéndonos vivos: el gran regalo de la muerte, el contraste que hace sentir a quienes no ha alcanzado como si tuvieran alas o cohetes que pudieran conducirles hasta la mismísima luna, hasta el mismísimo sol, hasta la Puerta del Sol, que así se llama la plaza donde mi amigo Antonio yo –la noche que murió Amargord- nos despedimos.

 

"Cada día hay más libros y menos que leer". Pedro Juan Gutierrez, No soporto a Shakaspeare.

 

LA GENTIL MARÍA TENA Y EL GENIAL ÁNGEL ARTEAGA
Voy a visitarla a su casa situada en un lugar impagable, en los aledaños del Teatro Real; y escribo voy a visitarla, y no a entrevistarla –a entrevistar a María Tena, que sería lo habitual, lo esperado, porque hace unos días se me ocurrió practicar una variante del género, trocar interviús por amigables charlas con gente que te interesa; espero que sea algo que ya haya hecho alguien, porque últimamente –que me he hecho tan devoto de Gracián- intento huir del estigma de la originalidad. Así que la idea es charlar con ella y luego convertir la conversación en algo literario; pero cuando salgo de su casa laberíntica, espartana e infinita advierto que tal vez me he metido en camisa de once varas, que las “charlas” surgen espontáneamente y forzarlas o provocarlas sigue oliendo demasiado a entrevista, y más, como es el caso de María, cuando acaba de publicar su segunda novela, Todavía tú, y lo adecuado es que sea ella quien hable y el periodista se limite a escuchar. Pero elegí a María Tena para mi experimento porque me interesó desde el primer momento en que la vi, hace ya cuatro años, en la tertulia de la Cruzada que dirige el incansable señor Fernández, Nacho Fernández. Creo que Herralde le había publicado o estaba a punto de publicarle su primera novela; y ya me interesó que debutase en el mundo de la literatura tan tarde, que sus ojos fuesen aún más intelgentes que azules, y son muy azules, que se acompañase de una muleta que manejaba con gracilidad tan sorprendente que parecía más un adorno o capricho excéntrico que una ayuda quizá imprescindible. Me la he ido encontrando, fugazmente, otras muchas veces, pero el motivo por el que deseaba charlar con ella, entrevistarla si no quedaba otro remedio era el siguiente: María es profesora de escritura creativa en varios sitios, publica con Anagrama y, sin embargo, continúa acudiendo como alumna a un taller literario. Eso fue lo que me explicó y logré comprender perfectamente, y trataré de transmitir en el correspondiente artículo en Cambio16 o Cuadernos para el diálogo; este no es el lugar ni el momento para intentarlo. Había leído su novela, Todavía tú, y lo había hecho con gusto, que diría un literato, y además me pareció una curiosa coincidencia que el narrador, en primera persona, fuese un hombre de edad madura, bastante similar al utilizado por Ester Tusquets en Bingo, publicado por la misma editorial en el mes de enero de este año.
Una conversación interesante, pero difícil de plasmar en el papel a no ser que la convierta en literatura que, creo, es lo que intentaré; pero que resulta imposible transcribir literalmente porque necesitaría veinte folios y veinte folios no me los va a publicar nadie (ni siquiera yo mismo y en mi web).
Al salir de su casa aún era de día, jueves 21 de junio el día más largo del año, y pensé que aunque tenía otra cita, con mis Tripulantes, en Beer Station para ver el show que allí hace uno de ellos, aún me quedaba tiempo para pasar por mi hogar, dulce hogar, y librarme de la responsabilidad de la cámara de video que había utilizado a modo de micrófono amplificado para registrar la conversación.


Llegué al Beer Station, Plaza de Santo Domingo, algo tarde. Ángel Arteaga aún no había salido al escenario y el público, aunque selecto, era apenas suficiente. Ya había visto a Ángel en su talkshow hace unos meses; es un tipo que aprecio especialmente, me encanta el libro que está escribiendo a bordo de mi barco-taller, el Album privado de Dolly Cortés, y tenía curiosidad por asistir a su show mudo porque he pensado hacer un corto con él en el que interprete a uno de mis heterónimos, más bien alterego, favoritos: Javier Panizo (señora, señorita, elegante elefante, atildado mono de ciudad, no se pierdan sus inigualables en esta misma página web, LA JAVIER PANIZO COLLECTION). Acudía, pues, con la mejor disposición, pero francamente no esperaba tanto; porque Ángel Arteaga, Ángel Arte, en Squizo es genial. Y genial es la única palabra digna para calificar lo que le vi hacer ante el público. A los pocos minutos de comenzar no le reconocía; ¿cómo era posible que no le reconociese, que ya no fuese capaz de dibujar su cara bajo los postizos y atrezzos si le veo cada martes durante dos horas, y luego otra horita más, como mínimo, por lo de las cañas. Un biombo de tela blanca, música en playback, media docena de elementos simplicísimos de atrezzo, y en verdad en verdad digo a quien esté teniendo la amabilidad de leer estas palabras que jamás me haya gustado tanto, y he visto a los humoristas más famosos del momento. Entre Charlot y Marcel Marceau, pero brillando con una luz propia que –soy osado y me atrevo a decirlo- habría deslumbrado hasta a los mismísimos maestros anteriormente citados. Me alegró el día, me salvó el día, que como buen veintiuno de junio había sido largo, muy largo, demasiado largo. Tanto que, tras acompañar a tomar un taxi a mis amigas Cecilia y Mara, decidí prolongarlo hasta donde el cuerpo aguantase y caminé hasta casa y al llegar aún escribí un buen rato, aún con la alegría y la magia en el cuerpo. Señor Arteaga, se lo dije al final de su espectáculo y se lo repito desde aquí; ojala hagamos juntos esa película, pero mientras tanto, y por si acaso, me quito ante usted mi imprescindible sombrero.

SON LAS CUATRO DE LA NOCHE
Y como todas las noches había pensando acostarme temprano; pero las buenas intenciones son para la mañana y olvidarlas encaja perfectamente en la soledad de la noche. Estoy escuchando a Steely Dan, y me siento con energía suficiente para correr una maratón; pero voy a intentar acostarme. También voy a intentar, ya en la cama, trabajar un poco en el borrador de la novela con la que llevo bailando (iba a escribir peleando, pero es mentira, yo no peleo con las novelas; y si lo hago es “a las bromas”, me gusta demasiado el oficio) casi dos años. Cierro ya. Por encima de la música de Steely Dan oigo ladrar un perro y la voz airada de un hombre; por la noche esos pequeños detalles me hacen recordar que estoy en el mundo, de día hay tanto ruido que no habría escuchado ni la voz del hombre ni el ladrido del perro. Creo que, aunque mañana por la mañana pensaré lo contrario, que hago bien, muy bien, en mantener mi probablemente muy poco saludable costumbre de no acostarme jamás antes de las cuatro.

“Tal vez con no retroceder es suficiente”.
Ignacio del Valle. EL TIEMPO DE LOS EMPERADORES EXTRAÑOS.

2 de julio 007

DOS VISITAS
Y ambas el jueves. El martes y el miércoles di por cerrados los viajes literarios de este curso en compañía de mis audaces Tripulantes (aunque volveremos a reunirnos en septiembre para completar los libros de los que he decidido publicar; a ese respecto -como odio ser editor- tengo ofertas para asociarme con dos editoriales, y aunque ya me he decidido por una todavía existe la posibilidad de que mi propia editorial, Haz Milagros, inicie la andadura en solitario; ya veré que me da menos pereza, pero que conste, y así lo escribo, que no soy yo quien ha querido convertirse en editor, que lo hago impelido por las olas de las circunstancias; eso sí: lo hago y lo haré lo mejor que sé). El fin de curso se presta a una cierta sensación de nostalgia, meses sin ver a personas que quiero y admiro durante muchas semanas, pero dado que estoy inmerso en mi complicada novela (el año pasado me parecía complicadísima, este año un ejercicio sencillo; ha debido elevarse mi nivel de inconsciencia) y que además la semana avanzaba a ritmo de rock no he tenido ocasión de pensar en si estaba triste o alegre).
La tarde del jueves Pedro de Paz me dijo que pasaría cerca de casa y me propuso una cerveza. Acepté, claro, encantado. Me gusta Pedro de Paz. Me gustó su primer libro, EL HOMBRE QUE MATÓ A DURRUTI, me gustó el segundo, MUÑECAS TRAS EL CRISTAL (hasta lo presenté en El bandido doblemente armado), y estoy esperando el tercero que, si nada se tuerce, saldrá con una editorial de muchas campanillas. Pasamos un buen rato charlando de literatura y de la vida literaria (Marsé, old fellow, estuviste sembrado con la frase el año de tu espantá del premio Planeta), y dos jarras de cerveza después me subí a casa porque a las ocho y media había quedado en pasarse José María Mejorada, Cybil Durango (juntos somos los Durango Brothers, NOTHING CAN STOP DURANGO BROTHERS; yo, en ese hermandad, soy Max, Max Durango). Y se pasó. Más cervezas. Ando empeñado en que Mister Mejorada publique en Haz Milagros, mi editorial parásita, el libro que compuso durante el primer año de mi taller literario, al que tuvo la generosidad de apuntarse a pesar de ser un escritor de primera fila y a quien nada, evidentemente, puedo enseñarle; aunque sí me gusta pensar que mi compañía pueda servir de estímulo, como prueba ese libro que le quiero publicar y que aún no tiene título definitivo; lo tendrá para finales de agosto, o al menos en eso quedamos tras concluir nuestro largo paseo por el corazón de Mad Madrid.

REIG Y JUAN MADRID
Fue Pedro de Paz quien me alertó acerca de la presentación de la nueva novela de Juan Madrid, a quien conozco hace más de veinticinco años; una nueva aventura de su célebre personaje Tony Romano. El problema era que estaba prevista para el sábado a las siete y media de la tarde; los sábados a las siete y media de la tarde tengo por costumbre ejercer como padre de familia e intento pasar el máximo tiempo con los míos, pero como el evento tendría lugar en ESTUDIO EN ESCARLATA, la librería especializada en género negro situada en Guzmán El Bueno, 46, se me ocurrió que podría dejar al niño y a su madre paseando por Pintor Rosales, mi sitio favorito para veranear en Madrid, y marcarme una escapadita rápida hasta la librería de fama creciente (es un lujo tener una librería especializada en género negro, aunque ya era hora, en Mad Madrid). Pensado y hecho; gracias a la generosidad infinita de mi chica, claro. Cuando llegué a ESTUDIO EN ESCARLATA, un poco tarde porque aparcar en mi ciudad no es precisamente fácil, Rafael Reig ya había terminado de hablar (me lo perdí, una faena, siempre cuenta cosas interesantes su señoría el Juez Reig) pero llegué a tiempo de escuchar a Juan hablar sobre el oficio de escritor, sobre nuestras obsesiones, dificultades y anhelos. Y también para saborear una cervecita, los españoles sin nuestras cervecitas parece que no somos nadie, en un bar cercano donde conocí, casi me atrevería a decir que me hice amigo, a un tipo fantástico: Panadero; no sé su nombre, sólo que es el director de la revista Prótesis y lo que es aún más -me pareció genial, warholiano, digno de un reportaje- de la revista que cada mes, nada sabía, edita Burger King. Sí, Burger King. Donde van los niños. Panadero escribe para el futuro, para las nuevas generaciones, para la modernidad más absoluta. También charlé con Toni, uno de los directores del burbujeante Hotel Kafka, y con un joven escritor del que tan solo fijé, como en el caso de Panadero, el apellido: Pastor. Todos en la foto con la que esta semana cierro este -un poco apresuradamente escrito- diario.


“El mundo de la literatura -con sus concursos torcidos, éxitos infundados, brillos fugaces y traiciones innecesarias- es tan ruin y pantanoso como cualquier otro mundo, pero yo, aunque camino cada día sobre el corazón de la ciénaga, no soy así”.
De Sosiego, mi antilibro desmesurado y absolutamente impublicable.

8 julio 007

VER

Sucede que el ser humano se va acostumbrado a sus taras y carencias, asumiéndolas con la misma naturalidad o resignación que si fuesen dones y potencias. Pero… Sí, pero. Pero Javier Puebla, su seguro servidor, llevaba sin ver bien, viendo realmente mal, muy mal, tantos años ya que aunque se había acostumbrado a guiñar los ojos detrás de sus gafitas redondas para leer un letrero con letras de a metro colocado a cinco pasos de distancia, soñaba desde que acabó su lujosa vida de expatriado (el agua no es un lujo, la salud no es un lujo) con operarse de la vista -pero si ya es usted demasiado mayor para eso, enseguida le aparecerá la vista cansada- o al menos comprarse unas nuevas lentillas pues las suyas, aunque apenas contaban doce años, sólo era capaz de aguantarlas dos o tres horas seguidas y se las reservaba para cuando tenía que aparecer en la tele, cosa no tan frecuente como sus seguidores intentan sostener. Lo fue demorando hasta que llegó un día en que decidió convertir el sueño en realidad y comenzó a pasearse por las ópticas de la Villa y Corte. Visitó todas, y finalmente se decidió por Vision Lab, no por ubicación o precio de sus productos, sino porque cuando habló con una mujer, Marisol, de lo que quería tuvo la sensación de que no intentaría timarle, venderle unas gafas que prometen hacerte ver color azul clarito el infierno. Pero cuando regresó a encargarse las lentillas la mujer no estaba, y en su lugar le atendió un hombre joven, de aspecto elegante y cabello prematuramente gris. Pedro, el hombre se llamaba Pedro. Puebla había olvidado en casa la graduación realizada por la doctora Álvarez Pato y tuvo que volver a jugar a adivinar letritas. Tres días después le esperaban unas lentillas.
Y entonces, señores, ¡vi! Creo que no había visto ¡nunca! Podía distinguir una hormiga en lo alto de una farola, adivinar la goma de un tanga blanco bajo la tela de un pantalón color fresa, leer un periódico a un metro de distancia. Y ese era el problema. Nada es perfecto, como sentenció Jack Lemmon. Para leer el periódico tenía que ponerme a un metro de distancia. Así que volví a Vision Lab, dispuesto a comprar unas gafitas de viejito, pero Pedro era, es, honrado, le gusta su trabajo y cuidar los ojos de las personas. Lo hace bien y puede enorgullecerse de ello. Bastaba, me explicó, con bajar un poco la graduación y aunque no vería como un apache con ojos de lince las montañas lejanas podría seguir leyendo el periódico sin ayuda de nuevas ortopedias. Me preocupé por él: fabricar dos nuevas lentes podría suponerle algún problema, pero él se limitó a una sonrisa y me hizo unas nuevas lentillas. Y ahora ya veo. Veo y leo. De cerca y de lejos. Pero lo cierto es que de lejos y en la noche ya no puedo diferenciar esas dos pequeñas estrellas que, decían los romanos, sólo lograban distinguir a los dotados de vista excepcional. Y durante unos días pude, aunque no lograse leer el periódico. Y ahora dudo, ¿qué es mejor? ¿ver las estrellas con la misma nitidez que si fuesen los ojos de tu amada o poder leer cada día el rumrum impreso en las páginas de un estúpido periódico.

CULTURA

Cultura es lo que queda después de haber olvidado, me lo dijo, cuando aún era niño, mi abuela materna Amparo Taylor del Noval Cajigal y Quintana, citando a alguien; pero he olvidado a quien.

 

DIARIO 2006: Enero a Junio

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Diario 2006: Noviembre-Diciembre.

A partir de cierta edad la vida se vuelve, sobre todo, administrativa
Michel Houellebecq, LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA
(No será para tanto, Monsieur Houellebecq)
Javier Puebla


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